- escrito por Mircea Eliade, Diciembre de 1963
En el tranvía reinaba un calor
tórrido, sofocante. Apretó el paso por entre los asientos corridos y dijo para
sí: «¡Menuda suerte, Gavrilescu!». Había divisado un asiento libre, cerca de
una ventanilla abierta, al otro extremo del vehículo. Ya sentado, sacó el
pañuelo y se secó con calma la frente y las mejillas. Luego se enrolló el
pañuelo al cuello, por debajo de la camisa, y empezó a darse aire con el
canotier.
Enfrente, tenía a un anciano que
llevaba una caja de lata cuidadosamente colocada en las rodillas y lo miraba
con atención, como si se esforzara por acordarse de dónde lo había visto antes.
—¡Hay que ver qué calor! —dijo de
pronto—. No se habían visto unos calores así desde 1905 por lo menos.
Sin dejar de darse aire con el
canotier, Gavrilescu asintió con la cabeza.
—¡Sí que hace calor, sí! Pero,
cuando se es hombre instruido, se aguanta lo que sea. Como el coronel Lawrence,
sin ánimo de señalar. ¿Ha oído usted hablar del coronel Lawrence?
—Pues... no gran cosa...
—Qué lástima. Bueno, yo tampoco
sé mucho de él. Si hubiera subido a este tranvía, le habría hecho unas cuantas
preguntas. A mí me agrada charlar con la gente instruida. Esos chicos jóvenes,
caballero, seguro que eran estudiantes. De los de verdad. Estaban esperando el
tranvía conmigo y los oí.
Hablaban de un tal coronel
Lawrence y de sus aventuras en Arabia. ¡Qué memoria! Se sabían de corrido
páginas y páginas del coronel ese. Había una frase que me gustó mucho, una
frase realmente hermosa acerca del calor que se le vino encima al coronel en no
sé qué lugar de Arabia, y que lo golpeó de lleno en la cabeza, que lo golpeó
como una espada...
Lástima que no consiga acordarme
palabra por palabra. Ese increíble calor de Arabia que lo golpeó como una espada...
Le dio un tantarantán que lo dejó sin resuello. El cobrador, que había estado
escuchando con una sonrisa, le alargó el billete. Gavrilescu volvió a ponerse
el sombrero y se hurgó en los bolsillos, buscando la cartera.
—Disculpe —balbuceó al cabo de un
rato—. Nunca consigo dar con ella.
—No tiene importancia, hay
tiempo. Todavía no hemos llegado a la casa de las gitanas —dijo el cobrador con
inesperado alborozo. Y le guiñó un ojo al anciano.
Éste se sonrojó y se aferró
nerviosamente a la caja de lata. Gavrilescu le entregó un billete
de cien al cobrador, que le dio la vuelta, sonriente.
—¡Es una vergüenza! —refunfuñó el
anciano—. ¡Una vergüenza!
—Todo el mundo habla de lo mismo
—dijo Gavrilescu abanicándose de nuevo—. Hay que reconocer que parece una casa
muy hermosa. Y el jardín... ¡Menudo jardín! —exclamó moviendo la cabeza con
admiración—. ¡Miren! Ya se empieza a ver —añadió inclinándose para divisarlo
mejor. Varios hombres arrimaron, como por casualidad, la cabeza a los
cristales.
—¡Una vergüenza! —repitió el
anciano, con mirada fija y adusta—. Habría que prohibirlo.
—Hay árboles viejos, nogales
—siguió diciendo Gavrilescu—. Por eso hay tanta sombra y tanto fresco. Parece
ser que los nogales no dan sombra hasta pasados treinta o cuarenta años. ¿Será
verdad?
El anciano sentado enfrente de él
hizo como si no hubiera oído. Gavrilescu se volvió hacia otro viajero que
miraba, con aspecto pensativo, por la ventanilla.
—Esos nogales tienen lo menos
cincuenta años. Por eso hay tanta sombra. Con el calor que hace, qué gusto. Los
hay con suerte...
—Las hay ... —rectificó el
hombre, sin alzar la vista—. Son gitanas.
—Eso he oído decir —contestó
Gavrilescu—. Cojo este tranvía tres días por semana. Y le juro que nunca se ha
dado el caso de que alguien no mencionara a esas gitanas. ¿Las conoce alguien?
¿De dónde habrán salido, me pregunto yo?
—Llevan mucho ahí —dijo el
hombre.
—Veintiún años —puntualizó otro
viajero—. La primera vez que vine a Bucarest ya estaban ahí. Pero el jardín era
mucho mayor. Todavía no habían construido el instituto.
—Pues yo, como les iba diciendo
—siguió Gavrilescu—, cojo este tranvía con regularidad tres veces por semana.
No sé qué habré hecho para merecer esto, pero soy profesor de piano. Y digo que
no sé qué habré hecho para merecer esto porque no es lo mío. Yo tengo alma de
artista...
—Pues entonces yo lo conozco a
usted —dijo de repente el anciano, volviendo la cabeza—. Es usted el señor
Gavrilescu, el profesor de piano. Le dio usted clase a mi nieta hace cinco o
seis años. Ya me parecía a mí que su cara me sonaba...
—Pues sí, soy yo. Doy clases de
piano, así que cojo mucho el tranvía. En primavera, cuando no hace demasiado
calor y sopla algo de viento, da gusto. Se sienta uno al lado de la ventanilla,
como ahora, y se van viendo pasar a toda velocidad los jardines llenos de
flores. Como le iba diciendo, yo tomo este tranvía tres veces por semana. Y
siempre oigo hablar de esas cíngaras. Así que muchas veces me he preguntado:
«Querido Gavrilescu», me he dicho para mis adentros, «supongamos que se trata
de gitanas, bueno, muy bien, pero, entonces, ¿cómo es que tienen tanto dinero?
Una casa así, un auténtico palacio, con jardines, con nogales viejos, eso vale
millones».
—¡Es una vergüenza! —rezongó el
anciano. Y movió la cabeza con aire asqueado.
—Y, además, me he hecho otra
pregunta —siguió diciendo Gavrilescu—. Si me fijo en lo que gano yo (cien lei
por clase), necesitaría dar diez mil clases para llegar al millón. Pero, claro,
no es tan sencillo como parece. Supongamos que doy veinte horas a la semana.
Pues no dejaría de necesitar quinientas semanas, es decir, casi diez años, y me
harían falta veinte alumnos, con veinte pianos. Y está el problema de las
vacaciones de verano, cuando sólo quedan dos o tres alumnos. ¿Y las vacaciones
de Navidad? ¿Y las de Semana Santa? Todas esas horas perdidas se perderían
también para llegar al millón. Así que no serían quinientas semanas de veinte
horas y veinte alumnos con veinte pianos semanales, sino muchas más, muchas,
muchas más.
—Es verdad —dijo un viajero—, hoy
en día ya no se estudia piano.
—¡Ahí va! —exclamó Gavrilescu
dándose un golpe en la frente—. Ya me parecía a mí que me faltaba algo y no
sabía lo que era. ¡El portafolios! ¡Se me ha olvidado el portafolios con todas
las partituras dentro! Me he puesto a charlar con la señora Voitinovici, la tía
de Otilia, y se me ha olvidado el portafolios... ¡Qué mala pata! —gruñó
metiéndose en el bolsillo el pañuelo que se había atado al cuello—. Querido
Gavrilescu, ya puedes volver a tomar el tranvía hasta la calle de las
Sacerdotisas. Con el calor que hace... Lanzó en torno una mirada desconsolada,
como si esperase que alguien lo convenciese de lo contrario. Luego se puso en
pie rápidamente, se llevó la mano al sombrero e hizo una discreta reverencia:
—Mucho gusto, caballeros.
Llegó a la plataforma en el preciso instante
en que se paraba el tranvía. Fuera, se encontró de nuevo con el bochorno y el
olor a asfalto reblandecido. Cruzó penosamente la calle para esperar el tranvía
en dirección contraria. «Cuidado, Gavrilescu», murmuró, «otra de éstas y va a
parecer que se te están echando los años encima. Te estás volviendo chocho,
estás perdiendo la memoria. Te repito que andes con cuidado. Eso no puede ser.
A los cuarenta y nueve años, un hombre está en la flor de la vida...».
Pero se sentía cansado, rendido,
y se desplomó en un banco, a pleno sol. Sacó el pañuelo y se secó la cara. «Me
parece como si todo esto me recordara algo», se dijo para darse ánimos. «Piensa
un poco, Gavrilescu, venga, piensa un poquito. En algún sitio, sentado en un
banco, sin un céntimo. No hacía tanto calor, pero también era verano...»
Miró a su alrededor la calle
desierta, las casas con los postigos cerrados y las persianas echadas, como si
estuvieran abandonadas. «La gente se va a los baños», se dijo. «Mañana o pasado
se irá Otilia.» Y entonces se acordó: era en Charlottenburg y estaba, como
ahora, en un banco al sol, pero aquel día se hallaba hambriento y con los
bolsillos vacíos.
«Cuando se es joven y artista, se
aguanta lo que sea», se dijo. Se levantó y dio unos cuantos pasos por la
calzada para ver si asomaba el tranvía. Cuando caminaba, el calor le parecía
menos agobiante. Se volvió a subir a la acera, se apoyó en la pared de una
casa, se quitó el canotier y empezó a darse aire.
Unos cien metros más allá, calle
arriba, había algo así como un oasis de sombra. Los tilos de un jardín
proyectaban sus elevadas ramas frondosas, tupidas, sobre la acera. Fascinado,
Gavrilescu las contemplaba, vacilante. Volvió a mirar en la dirección en que
debía llegar el tranvía, y luego echó a andar resueltamente, dando zancadas,
pegado a las paredes. Cuando hubo llegado, la sombra le pareció menos densa.
Notaba, no obstante, el frescor del jardín, y respiró hondamente, echando la
cabeza un poco hacia atrás. «Hay que ver lo que debía de ser esto hace un mes,
cuando los tilos estaban en flor», se dijo, pensativo. Se acercó a la puerta y
miró el jardín por entre los barrotes de la verja. Acababan de regar la grava
de los paseos y podían verse unos arriates y, al fondo, un estanque rodeado de
enanos. En ese mismo momento, Gavrilescu oyó el seco estruendo del tranvía que
pasaba a sus espaldas y se dio la vuelta: «¡Demasiado tarde!», exclamó
sonriente. «¡Zu-spiit!», añadió y, extendiendo el brazo, estuvo un buen rato agitando
el sombrero, como antaño en la Estación del Norte, cuando Elsa se iba a pasar
un mes con su familia a un pueblo de los alrededores de Munich.
Luego, muy modoso y sin prisa,
echó a andar. Al llegar a la parada siguiente, se quitó la chaqueta, y se disponía
a esperar cuando le llegó el aroma amargo de las hojas del nogal al aplastarlas
entre los dedos. Volvió la cabeza y miró a su alrededor. Estaba solo. Las
aceras aparecían desiertas hasta donde alcanzaba la vista. No se atrevía a
mirar el cielo, pero sentía sobre la cabeza la misma luz blanca, incandescente,
cegadora, sentía cómo el calor de la calle le abrasaba la boca, las mejillas.
Así que siguió andando, resignado, con la chaqueta al brazo y el canotier encasquetado.
Cuando divisó la profunda sombra de los nogales, notó que el corazón le latía más
deprisa y apretó algo el paso. Casi había llegado cuando oyó a sus espaldas el
gemido metálico del tranvía. Se paró y lo saludó prolongadamente con el
sombrero: «¡Demasiado tarde!», exclamó. «Demasiado tarde...»
La sombra de los nogales acogió a
Gavrilescu con un frescor tan inesperado que no parecía natural, y se quedó durante
un instante desconcertado, pero sonriendo de oreja a oreja. Como si se hallase
de repente en un bosque, en la montaña. Miraba con asombro, casi con respeto,
los grandes árboles, el muro de piedra cubierto de hiedra y, poco a poco, lo
fue invadiendo una inmensa tristeza. Había pasado en tranvía durante tantos
años ante aquel jardín sin tener nunca la curiosidad de apearse para mirarlo de
cerca...
Avanzaba despacio, con la cabeza
ligeramente echada hacia atrás y la mirada clavada en las copas de los árboles.
De pronto, se encontró ante la puerta y vio aparecer por ella, como si llevara
mucho tiempo allí escondida para acecharlo, a una hermosa joven de piel oscura,
engalanada con un collar de monedas de oro y plata y unos pendientes de oro. Lo
tomó del brazo y, a media voz, lo invitó a entrar en la casa de las gitanas:
—Si le apetece a usted...
Le sonrió abiertamente, con los
labios y con los ojos, y, al verlo vacilar, le tiró con suavidad del brazo
hasta el patio. Gavrilescu la siguió, fascinado. Pero, tras dar unos pasos, se paró
como si quisiera decir algo.
—¿No quiere usted tener nada que
ver con las gitanas? —volvió a preguntarle la joven, bajando algo más la voz.
Lo miró a los ojos breve pero
intensamente, lo tomó de la mano y lo condujo con paso rápido hacia una vetusta
casita cuya presencia hubiera podido adivinarse difícilmente tras un bosquecillo
de lilas y yezgos. Abrió la puerta y obligó suavemente a Gavrilescu a pasar
delante. Éste se adentró en una extraña penumbra, como si los cristales de las
ventanas hubiesen sido azules y verdes. Oyó a lo lejos el metálico rodar del
tranvía, y aquel ruido le pareció tan insoportable que se llevó una mano a la
frente. Cuando volvió la calma, se percató de que tenía al lado, sentada a una
mesa baja y con una taza de café delante, a una anciana que lo contemplaba con curiosidad,
como si estuviera esperando a que se despertase.
—¿Qué te gustaría para hoy? —le
preguntó—. ¿Una cíngara, una griega, una alemana...?
—No. Una alemana no.
—Pues, entonces, una cíngara, una
griega, una judía—siguió diciendo la anciana—. Son trescientos lei —añadió.
Gavrilescu sonrió, pero con cara
seria.
—¡Tres clases de piano! —exclamó
rebuscando en los bolsillos—. Sin contar la ida y vuelta en tranvía.
La anciana tomó un sorbo de café
y calló, pensativa. Luego, de repente, preguntó:
—¿Eres músico? Pues entonces te
va a gustar.
—Soy artista —puntualizó
Gavrilescu mientras se sacaba, uno tras otro, varios pañuelos húmedos del
bolsillo del pantalón y se los iba pasando, metódicamente, al otro—. Por desgracia,
tuve que hacerme profesor de piano, pero mi ideal, de toda la vida, es el arte
puro. Vivo para el alma... Le ruego que me disculpe —añadió, violento; luego
dejó caer el canotier encima de la mesa y empezó a meter dentro los objetos que
se iba sacando de los bolsillos—. Nunca encuentro la cartera cuando la necesito
—aclaró. —No hay prisa. Tenemos todo el tiempo que queramos. No son ni las tres...
—Le ruego que me disculpe, pero
me parece que se confunde. Deben de ser cerca de las cuatro. A las tres acabé
de darle clase a Otilia.
—Pues será que se ha vuelto a
parar el reloj —murmuró la anciana, y volvió a sumirse en sus pensamientos.
—Ah! Por fin —exclamó Gavrilescu
enarbolando triunfalmente la cartera—. Estaba donde tenía que estar...
Contó los billetes y se los dio a
la anciana.
—Llévalo al bordei [2]—dijo ésta
alzando los ojos.
Gavrilescu notó que alguien lo
tomaba de la mano. Se sobresaltó, volvió la cabeza y vio a su lado a la joven
que lo había engatusado en la acera. La siguió, intimidado, con el sombrero
lleno de cosas debajo del brazo.
—Tendrás que acordarte de ellas
—dijo la joven—. Y no confundirlas: una cíngara, una griega, una judía.
Cruzaron un jardín y pasaron ante
la elevada mansión con techumbre de tejas redondas que Gavrilescu había divisado
desde la calle. Su compañera se paró, lo miró a los ojos por un
instante y luego soltó una breve
y silenciosa carcajada. Gavrilescu acababa de empezar a buscarles acomodo en
los bolsillos a los objetos metidos en el canotier.
—¡Ay! —declaró—. Es que como soy
un artista... Si de mí dependiera, me quedaría aquí, en estos bosquecillos
—dijo señalando los árboles con el sombrero—. Me gusta la naturaleza. Y,
además, con este calor, poder respirar un buen aire puro y fresco, como en la
montaña... Pero ¿adónde vamos? — preguntó al ver que la joven se dirigía a una empalizada
y abría un portillo.
—Al bordei... Lo ha dicho la vieja.
De nuevo lo tomó del brazo y tiró
de él. Penetraron en un jardín abandonado donde las malas hierbas y los rosales
silvestres ahogaban los rosales y los lirios. Otra vez se notaba calor y
Gavrilescu vaciló, decepcionado.
—Yo me había hecho ilusiones. Había
venido por el fresquito, por la naturaleza...
—Espera a haber entrado en
el bordei—lo interrumpió la joven gitana señalando con el dedo, al fondo del
jardín, una casita que parecía a punto de desplomarse en ruinas.
Gavrilescu se puso el sombrero y
la siguió de mala gana. Pero, cuando hubo llegado al vestíbulo, notó que el corazón
le latía cada vez más fuerte, y se detuvo.
—Estoy nervioso —dijo—, y no sé
por qué...
—No bebas demasiado café —murmuró
la joven abriendo la puerta, y lo empujó hacia el interior.
Era una habitación cuyas
dimensiones no podía calcular, pues estaban echadas las cortinas y, en la semipenumbra,
se confundían biombos y paredes. Avanzó pisando alfombras cada vez más mullidas
y más suaves. Le parecía que andaba sobre colchones y, a cada paso, se le aceleraban
los latidos del corazón, hasta tal punto que le entró miedo de seguir adelante
y se quedó quieto. En ese mismo instante, se sintió de pronto feliz como si
fuera de nuevo joven, como si el mundo entero le perteneciera, como si también
Hildegard le perteneciera.
—¡Hildegard! —exclamó, hablándole
a la joven gitana—. Hará veinte años que no me acordaba de ella. Fue mi gran
amor. ¡La mujer de mi vida!
Volvió la cabeza, pero fue para
comprobar que la joven había desaparecido. Entonces le llegó un discreto
perfume exótico, oyó que alguien daba unas palmadas y la habitación empezó a
iluminarse de forma misteriosa, como si las cortinas se fuesen corriendo
despacio, muy despacio, una tras otra, para dejar entrar poquito a poco la luz
de aquella tarde de verano. A Gavrilescu le dio, sin embargo, tiempo a fijarse
en que no se había movido ninguna colgadura antes de descubrir, a pocos metros,
a tres jóvenes que daban suaves palmadas entre risas.
—Tú nos has escogido —dijo una de
ellas—. Una cíngara, una griega, una judía.
—Pero a ver si eres capaz de
acertar —dijo la segunda.
—A ver si sabes quién es la
cíngara —añadió la tercera.
Gavrilescu había dejado caer el canotier
y, clavado en el suelo, las observaba con mirada ausente, como si no las viera,
como si estuviera mirando otra cosa que se hallara detrás de ellas, detrás de
los biombos.
—Tengo sed —susurró de pronto, y
se llevó la mano a la garganta.
—La vieja ha mandado que te
traigan café —dijo una de las jóvenes.
Desapareció tras un panel y volvió
con una bandeja redonda, de madera, en la que había una taza de café y una cafetera
de cobre.
Gavrilescu tomó la taza, se la
bebió de un trago y la volvió a dejar, con una sonrisa:
—Tengo muchísima sed.
—Éste va a estar quemando, es de
la cafetera —dijo la joven llenando la taza—. Bébelo despacio.
Gavrilescu intentó bebérselo,
pero el café estaba tan caliente que se quemó los labios y, desanimado, volvió
a dejar la taza en la bandeja.
—¡Tengo sed! —repitió—. Si
pudiera beber un poco de agua...
Las otras dos jóvenes se
metieron, a su vez, detrás del biombo y volvieron a aparecer, un instante
después, con dos bandejas llenas.
—La vieja ha mandado que te
traigan mermelada —dijo una.
—Mermelada de rosas y ehorbet
[3]—aclaró la otra.
Pero Gavrilescu vio la jarra
llena de agua y, aunque al lado había un vaso azul, empañado, la cogió con
ambas manos y se la llevó a los labios. Bebió con ansia, con la cabeza echada hacia
atrás, haciendo ruido al tragar. Luego suspiró, dejó de nuevo la jarra en la
bandeja y se sacó un pañuelo del bolsillo.
—Señoritas —exclamó, secándose la
frente—, ¡vaya sed que tenía! He oído hablar de un tal coronel Lawrence...
Las jóvenes cruzaron miradas de
complicidad y soltaron las tres la carcajada. Ahora, reían de buena gana, cada vez
más fuerte. Gavrilescu las miró, primero atónito, luego le iluminó el rostro
una dilatada sonrisa y soltó el trapo a su vez.
Se estuvo secando durante un buen
rato con el pañuelo y luego dijo:
—Permitid me que os haga una
pregunta: me gustaría saber qué mosca os ha picado.
—Nos ha dado la risa porque nos
has llamado «señoritas» —contestó una de ellas—. Aquí estás en casa de las
gitanas.
—¡No es cierto! —interrumpió la
segunda—. No le hagas caso, se está burlando de ti. Nos ha dado la risa porque te
has confundido y has bebido de la jarra en vez de beber del vaso. Si hubieras
bebido del vaso...
—¡No la creas! —exclamó la
tercera—. Se está burlando de ti. Yo sí que te voy a decir la verdad: nos ha
dado la risa porque te has asustado...
—¡No es verdad! ¡No es verdad!
—exclamaron las otras—. Está intentando ponerte a prueba para saber si te has asustado...
—¡Se ha asustado! ¡Se ha
asustado! —repitió la tercera.
Gavrilescu dio un paso al frente
y alzó solemnemente el brazo.
—¡Señoritas! —declaró,
mortificado—. Ya veo que no sabéis con quién estáis tratando. Yo no soy un
cualquiera. Soy Gavrilescu, el artista. Y, antes de convertirme, para desgracia
mía, en un pobre profesor de piano, aquí donde me veis, viví un sueño de poeta.
¡Señoritas —exclamó, patético—, yo, a los veinte años, conocí a Hildegard, me
enamoré de ella y la quise!
Una de las jóvenes acercó un
sillón y Gavrilescu se dejó caer en él con un hondo suspiro.
—¡Ay! —dijo tras un prolongado
silencio—. ¿Por qué me habéis recordado la tragedia de mi vida? Pues ya habréis
adivinado que Hildegard nunca llegó a ser mi mujer. Sucedió algo, algo
terrible...
La joven le tendió la taza de
café y Gavrilescu empezó a beber, pensativo.
—Sucedió algo terrible —repitió
al cabo de un momento—. Pero ¿qué fue? ¿Qué pudo pasar? Es curioso, pero no me
acuerdo. También es verdad que hace muchos años que no me acordaba de
Hildegard. Me había hecho a la idea. Me decía: «Gavrilescu, lo pasado pasado
está». Nosotros, los artistas, somos así: no tenemos suerte. Y luego, de
repente, hace un rato, al entrar aquí, en vuestra casa, me acordé de que había
vivido una noble pasión, me acordé de que había estado enamorado de
Hildegard...
Las jóvenes se miraron y se
pusieron a palmotear.
—Así que tenía razón yo —dijo la
tercera—. Se había asustado.
—Sí —asintieron las otras—.
Tenías razón: se había asustado.
Gavrilescu alzó los ojos y las
contempló con aire melancólico.
—No comprendo qué queréis
decir...
—Estás asustado —afirmó una de
las jóvenes con tono provocativo, y dio un paso hacia él—. Te asustaste nada
más entrar...
—Por eso tenías tanta sed —dijo
la segunda.
—Y desde ese momento no has
parado de cambiar de conversación — añadió la tercera—. Tú nos has escogido, pero
te asusta el acertijo...
—Sigo sin comprender —masculló
Gavrilescu, a la defensiva.
—Tenías que adivinarlo desde el
principio —siguió diciendo la tercera—. Adivinar quién es la cíngara, quién es
la griega y quién la judía...
—Prueba ahora, ya que dices que
no estás asustado —dijo la primera—. A ver si aciertas. ¿Quién es la cíngara?
Gavrilescu oyó la voz de las
otras dos, como un eco.
—¿Quién es la cíngara? ¿Quién es
la cíngara?
Sonrió y las miró de arriba
abajo. De pronto, se sentía de buen humor.
—¡Ésta sí que es buena! Así que,
sin más ni más, como os habéis enterado de que soy un artista, os creéis que
estoy en las nubes, que no sé reconocer a una cíngara...
—¡Otra vez estás cambiando de
conversación! —contestó una de las jóvenes—. ¡Adivínalo!
—Así que os creéis —siguió
diciendo Gavrilescu con tozudez—, os creéis que no tengo bastante imaginación
para adivinar qué aspecto tiene una cíngara, sobre todo cuando es joven y
hermosa y va desnuda...
Pues, naturalmente, lo había
adivinado nada más verlas. La que había dado un paso hacia él, completamente desnuda,
de piel muy oscura y cabellos y ojos negros, no podía por menos de ser la
cíngara. La segunda, desnuda también, pero cubierta con un velo verde pálido,
de cuerpo increíblemente blanco y reluciente como el nácar, iba calzada con
babuchas doradas. Sólo podía ser la griega. La tercera tenía que ser la judía:
llevaba una larga falda entallada de terciopelo carmesí, el pecho y los hombros
desnudos, y la pesada cabellera de un rojo vivo, recogida en la coronilla, artísticamente
trenzada.
—¡A ver si aciertas! ¿Quién es la
cíngara? ¿Quién es la cíngara? — exclamaron las tres a un tiempo.
Gavrilescu se puso de pie,
señaló, extendiendo el brazo, a la joven desnuda de piel oscura que tenía
delante y declaró solemnemente:
—Como soy un artista, admito que
se me ponga a prueba, incluso aunque sea una prueba tan pueril como ésta, y contesto
que ¡tú eres la cíngara!
Las tres jóvenes lo tomaron en el
acto de las manos y empezaron a hacerla girar entre gritos y silbidos; sus
voces parecían venir de muy lejos.
—¡No has acertado! ¡No has
acertado! —oyó como en sueños.
Intentó quedarse quieto, librarse
de aquellas manos que lo arrastraban en un desenfrenado corro, una zarabanda de
súcubos, pero no pudo desprenderse de ellas. Olía el calor vivo de los tres
cuerpos jóvenes, ese mismo perfume lejano y exótico que había notado al entrar,
oía, dentro y fuera de sí, cómo los pies de las jóvenes marcaban la cadencia en
las alfombras. Comprendía que el baile lo conducía, en volandas, por entre
sillones y biombos, hacia el fondo de la habitación, pero, pasado algún tiempo,
renunció a toda resistencia y ya no se dio cuenta de nada.
Cuando se despertó, la joven
morena y desnuda estaba arrodillada en la alfombra, frente al diván. Gavrilescu
se sentó:
—¿He dormido mucho rato?
—Ni siquiera puede decirse que
hayas dormido —contestó la joven con tono tranquilizador—. Sólo te has quedado
traspuesto.
—Pero ¿qué me habéis hecho?
—preguntó llevándose la mano a la frente—. Me siento todo aturdido.
Miró con asombro a su alrededor.
Hubiérase dicho que no era la misma habitación y, sin embargo, reconocía, asimétricamente
colocados entre los sillones, los divanes y los espejos, los biombos que lo
habían impresionado nada más entrar. No conseguía comprender cómo estaban
dispuestos.
Algunos, muy altos, casi tocaban
el techo, y se los habría podido confundir con las paredes si sus agudos
ángulos no les hubieran permitido alcanzar, a veces, el centro de la habitación.
Otros, misteriosamente iluminados, parecían ventanas medio ocultas tras unos
cortinones que se abrían a pasillos interiores. Otros de aquellos paneles se
adornaban con extrañas pinturas multicolores o estaban cubiertos de mantones y
de bordados que caían, formando amplios pliegues, sobre las alfombras, con las
que se confundían, y parecían, por su distribución, componer alcobas de todas
las formas y tamaños. Pero le bastó fijar la vista breves instantes en esta o
aquella alcoba para comprender que era juguete de una ilusión y que lo que
estaba viendo, de hecho, eran dos o tres biombos separados cuyos reflejos se
entrelazaban en un gran espejo de aguas verdes y doradas. En el preciso momento
en que se percataba de la ilusión, Gavrilescu notó que la habitación se ponía a
girar a su alrededor y volvió a llevarse la mano a la frente.
—Pero ¿qué me habéis hecho?
—repitió.
La joven sonrió con tristeza y
susurró:
—No has acertado quién era. Y eso
que te he guiñado un ojo para que te dieras cuenta de que yo no era la cíngara.
Yo soy la griega.
—¡Grecia! —exclamó Gavrilescu,
poniéndose bruscamente en pie—. ¡La Grecia eterna!
El cansancio le había
desaparecido como por ensalmo. Oía cómo se le aceleraban los latidos del
corazón, una extraordinaria placidez le invadía el cuerpo, como un escalofrío
de calor.
—En los tiempos de mis amores con
Hildegard —siguió diciendo con exaltación—, ése era nuestro único sueño: hacer
un viaje a Grecia juntos.
—Eras tonto. No debías haber
soñado, debías haberla amado.
—Yo tenía veinte años y ella aún
no había cumplido los dieciocho. Era hermosa... Los dos éramos
hermosos...—añadió.
En aquel momento, se dio cuenta
de que iba ataviado de forma extraña: un pantalón bombacho al modo oriental y una
blusa corta de seda de un amarillo dorado. Sorprendido, se contempló en un
espejo como si le costara reconocerse.
Acabó por proseguir, con voz más
sosegada:
—Soñábamos con ir a Grecia. No,
era algo más que un sueño, empezaba a tomar cuerpo, puesto que habíamos decidido
irnos en cuanto nos casáramos. Y entonces sucedió algo... Pero ¿qué pudo
suceder? —se preguntó tras una pausa, llevándose las manos a las sienes—. Era
un día caluroso, como hoy, un día de verano tremendo. Vi un banco y me acerqué
a él, y entonces sentí el calor que me golpeaba la cabeza, me golpeó la cabeza
como una espada... No, ésa es la historia del coronel Lawrence, de eso me
enteré hoy escuchando a los estudiantes mientras esperaba el tranvía. ¡Ay, si
tuviera un piano! —exclamó de repente con acento desesperado.
La joven se puso en pie de un
brinco, lo cogió de la mano y cuchicheó:
—Ven...
Lo llevó en pos de sí,
velozmente, entre los biombos y los espejos, y empezó a andar tan deprisa que,
al cabo de un rato, Gavrilescu se dio cuenta de que iban corriendo y quiso pararse
un minuto para recobrar el aliento, pero ella no le concedió tregua alguna.
—Es tarde —susurró sin dejar de
correr; y otra vez oyó su voz como si fuera un silbido que le llegaba de muy
lejos.
Esta vez no fue presa del
vértigo, aunque se vio obligado a esquivar, sin dejar de correr, gran cantidad
de divanes y de pufs, de arcones y de cofrecillos, volcados y tapados con
alfombras, y espejos grandes y pequeños, con extraños biseles a veces, que
surgían ante ellos cuando menos se lo esperaba, como si acabaran de dejarlos en
el suelo. De pronto, al fondo de una especie de pasillo formado por dos hileras
de biombos, desembocaron en una amplia estancia soleada donde los estaban
esperando apoyadas de codos en un piano las otras dos mujeres.
—¿Por qué habéis tardado tanto?
—preguntó la pelirroja—. Se ha enfriado
el café.
Gavrilescu recobró el aliento,
dio un paso hacia ella y alzó los brazos como si quisiera defenderse:
—¡Ah no, yo no tomo más café! Ya
he tomado bastante. Yo, señoritas, aunque tenga temperamento de artista, llevo una
vida ordenada. No me gusta perder el tiempo en los cafés. Pero, como si no lo
hubiera oído, la joven pelirroja se dirigió a la griega:
—Bueno, ¿por qué habéis tardado
tanto?
—Porque se ha acordado de
Hildegard.
—No había que consentírselo —dijo
la tercera.
—Un momento, con permiso
—intervino Gavrilescu acercándose al piano—. Ése es un asunto estrictamente personal.
Nadie tiene que consentírmelo. Ha sido la tragedia de mi vida.
—Ya estamos; otra vez se va a
retrasar —dijo la pelirroja—. Otra vez se ha vuelto a armar un lío.
—¡Un momento! —estalló
Gavrilescu—. No me he armado ningún lío. Ha sido la tragedia de mi vida. Me acordé
de ella nada más entrar. ¡Escuchad!— exclamó, sentándose al piano—. Voy a
tocarles algo y entonces lo entenderéis.
Oyó a las dos jóvenes cuchichear:
—No había que consentírselo.
Ahora ya no acertará nunca...
Gavrilescu, inmóvil, se concentró
durante unos segundos, luego inclinó la espalda sobre el teclado y dispuso las
manos como si fuera a comenzar con brío.
—¡Ya está, ya me acuerdo!
—exclamó—. ¡Ya sé lo que pasó!
Se puso en pie hecho un manojo de
nervios y empezó a caminar arriba y abajo, con los ojos clavados en la
alfombra.
—Ahora ya lo sé —murmuró
repetidas veces—. Era verano como ahora. Hildegard se había ido con su familia
a Königsberg. Hacía muchísimo calor. Yo vivía en Charlottenburg y había ido a
dar un paseo bajo los árboles. Eran grandes árboles centenarios, de sombra
densa. Todo estaba desierto. Hacía demasiado calor. Nadie se atrevía a salir de
casa. Y allí, bajo los árboles, vi a una chica joven llorando, sollozando con
la cabeza entre las manos. Lo que me llamó la atención fue que se había
descalzado y había apoyado los pies en una maleta pequeña que tenía delante,
sobre la grava... «Gavrilescu», me dije, «he aquí
una persona que debe de ser desgraciada». ¿Cómo hubiera podido imaginarme...?
Se paró, se volvió bruscamente
hacia las jóvenes y dijo con tono patético:
—¡Señoritas, yo era joven y guapo
y tenía alma de artista! Una joven abandonada era algo que me partía el corazón.
Hablé con ella, intenté consolarla. Así fue como empezó la tragedia de mi vida.
—¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó
la joven pelirroja a sus compañeras.
—Vamos a esperar un poco más, a
ver qué dice la vieja —propuso la griega.
—Si seguimos esperando, no
acertará nunca —dijo la tercera.
—Sí, la tragedia de mi vida
—siguió diciendo Gavrilescu—. Se llamaba Elsa... Pero me resigné. Me dije: «Querido
Gavrilescu, estaba escrito. ¡La mala suerte! Nosotros los artistas somos así:
no tenemos suerte...»
—¿Lo veis? —dijo la pelirroja—.
Otra vez se está armando un lío y no sabrá cómo salir de él.
—¡Ah, el destino! —exclamó
Gavrilescu alzando ambos brazos, y se volvió hacia la griega.
Ésta lo miraba sonriente, con las
manos a la espalda.
—¡Grecia eterna —dijo—, al final
me he quedado sin verte!
—¡Olvida eso! ¡Olvida eso!
—dijeron a voces las otras dos jóvenes acercándose—. ¡Recuerda cómo nos
escogiste!
—Una cíngara, una griega, una
judía —dijo la griega clavando en Gavrilescu una mirada de complicidad—. Así
nos quisiste, así nos escogiste...
—Adivínalo —gritó la joven
pelirroja—, ¡y luego vas a ver qué hermoso será todo!
—¿Quién es la cíngara? ¿Quién es
la cíngara? —preguntaron las tres al unísono rodeándolo.
Gavrilescu retrocedió y apoyó la
espalda en el piano.
Calló un minuto y luego dijo:
—¿De forma que así es como se
hacen las cosas aquí, en esta casa? Ni más artista ni más simple mortal;
vosotras erre que erre. Hay que adivinar quién es la cíngara. ¿Y por qué, vamos
a ver? ¿Quién lo manda?
—Ése es nuestro juego aquí, en el
bordei de las gitanas —contestó la griega—. Prueba a adivinarlo. No lo
lamentarás.
—Pero yo no estoy para juegos
—contestó Gavrilescu con tono enfervorizado—. Yo me he acordado de la tragedia de
mi vida. Porque, fijaos, ahora lo entiendo muy bien: si aquella tarde, en
Charlottenburg, no hubiera entrado con Elsa en una cervecería..., o incluso si
hubiera entrado pero hubiera llevado dinero para pagar las consumiciones, mi
vida habría sido diferente. Pero dio la casualidad de que no tenía dinero y de
que pagó Elsa. Al día siguiente, recorrí toda la ciudad para pedir prestados
unos marcos y devolverle el dinero a Elsa. ¡Como si nada! Todos mis amigos,
todos mis conocidos se habían ido de vacaciones. Era verano, hacía un calor tremendo...
—Otra vez está asustado —dijo la
joven pelirroja bajando la vista.
—¡Escuchadme! ¡Aún no os lo he
contado todo! —exclamó Gavrilescu—. Durante tres días consecutivos, no conseguí
encontrar dinero, y todas las noches iba a ver a Elsa a su pensión para rogarle
que me disculpara. Y luego Íbamos juntos a la cervecería. ¡Si al menos hubiera
tenido fuerza de voluntad para no acompañarla! Pero ¿qué queréis? Tenía hambre.
Era joven, era guapo: Hildegard se había ido a los baños, y yo tenía hambre. Si
he de ser sincero, había días que me acostaba sin probar bocado. La vida de
artista...
—¿Y ahora, qué hacemos? —le
preguntaron las jóvenes—. Porque el tiempo va pasando, pasando.
—¿Ahora? —exclamó Gavrilescu,
alzando otra vez los brazos—. Ahora hace bueno y hace calor y estoy a gusto con
vosotras, porque sois jóvenes y hermosas, y porque estáis ahí, delante de mí,
dispuestas a servirme mermelada y café. Pero ya no tengo sed. Ahora estoy bien,
la mar de bien. Y me digo: «Querido Gavrilescu, estas señoritas esperan algo de
ti. Dales ese gusto. Si quieren que lo adivines, adivínalo. Pero ¡cuidado! Cuidado,
Gavrilescu, porque, si también te equivocas esta vez, van a volver a meterte en
la danza y no te despertarás hasta mañana por la mañana...»
Se refugió, sonriente, tras el
piano para que éste le sirviera de barrera protectora.
—¿Así que queréis que os diga
cuál es la cíngara? Pues os lo voy a decir...
Las jóvenes se pusieron en fila,
nerviosas, sin decir palabra, mirándolo a los ojos.
—Os lo voy a decir —repitió tras
una pausa.
Alargó el brazo de pronto con
gesto melodramático, señaló a la joven del velo verde claro y esperó. Las tres
muchachas se envararon, como si no pudieran creer lo que estaban viendo. La
pelirroja acabó por romper el silencio:
—¿Qué le pasa? ¿Por qué no es
capaz de acertar?
—Algo le ha pasado —dijo la
griega—. Se ha acordado de algo y se ha perdido, se ha extraviado en el pasado.
Aquella a la que Gavrilescu había
tomado por la cíngara dio unos pasos, cogió la bandeja y el café y, al pasar delante
del piano, sonrió con tristeza:
—Yo soy la judía...
Dicho lo cual, desapareció tras
un biombo.
—¡Vaya! —dijo Gavrilescu dándose
una palmada en la frente—, debería haberme dado cuenta.
Tenía en la mirada algo que venía
de muy lejos. Y ese velo que se transparentaba todo, pero que, sin embargo,
estaba ahí... Era como en el Antiguo Testamento... De repente, la linda
pelirroja rompió a reír.
—¡El caballero no ha acertado!
—exclamó—. No ha acertado quién es la cíngara...
Se llevó la mano al moño, sacudió
la cabeza, y la cabellera le cayó, suelta, roja, por los hombros. Empezó a bailar
con despaciosas vueltas; daba palmas mientras canturreaba:
—¡Díselo tú, griega! —exclamó
sacudiendo el cabello—. ¡Dile qué habría pasado!
—Si hubieras acertado, habría
sido todo muy hermoso —murmuró la griega—. Habríamos cantado y danzado para ti,
y te habríamos llevado por todas las habitaciones. Habría sido muy hermoso.
—Habría sido muy hermoso —repitió
Gavrilescu, y sonrió con tristeza.
—¡Díselo, griega! —gritó la
cíngara, y se paró ante ellos, sin dejar de llevar el ritmo con las palmas y
golpeando cada vez más fuerte la alfombra con los pies descalzos.
La griega se le arrimó y se puso
a decírselo. Hablaba deprisa, a media voz, de vez en cuando asentía con la
cabeza o se ponía el dedo en los labios, pero Gavrilescu no conseguía entenderla.
Escuchaba sonriente, con la mirada perdida en el vacío, y susurraba de vez en cuando:
«¡Habría sido hermoso!».
Oía cada vez con mayor fuerza
cómo los pies de la gitana golpeaban la alfombra, que arrojaba un sonido
apagado, subterráneo, hasta el momento en que aquel ritmo desconocido y salvaje
superó lo tolerable y, entonces, no sin esfuerzo, se abalanzó hacia el piano y
empezó a tocar.
—¡Ahora díselo tú, cíngara!
—gritó la griega.
Gavrilescu oyó que la gitana se
acercaba como si bailara sobre un gigantesco tambor de bronce y, unos segundos
después, sintió en la espalda su ardiente aliento. Se inclinó algo más sobre el
piano, apoyó las manos en el teclado con todas sus fuerzas, con una especie de
frenesí, como si quisiera destrozar las teclas, arrancarlas, para abrirse
camino con las uñas por entre las entrañas del piano y, después, más allá, más
hondo.
No pensaba ya en nada, cautivado
por melodías nuevas, desconocidas, que le parecía oír por vez primera y, sin embargo,
le iban pasando por la mente, una tras otra, como si las recordara tras un
prolongado olvido. Tardó en darse cuenta de que se había quedado solo y de que
la habitación estaba casi a oscuras.
—¿Dónde estáis? —gritó, y se
levantó del asiento, desasosegado.
Vaciló unos momentos y se dirigió
hacia el biombo tras el que había desaparecido la judía.
—¿Dónde os habéis metido? —volvió
a gritar.
Muy despacio, de puntillas, como
si quisiera sorprender a las jóvenes, pasó también tras el panel. Era como si
allí empezara otra habitación, pasada la cual parecía abrirse un tortuoso
pasillo. Se trataba de una habitación de trazado peculiar, techo bajo e
irregular, paredes levemente abombadas, que desaparecían y volvían a aparecer
en la oscuridad. Gavrilescu dio unos pasos al azar, luego se paró para
escuchar. Le pareció entonces que muy cerca de él corrían por la alfombra roces
y pasos rápidos.
—¿Dónde estáis? —gritó.
Escuchó el eco, intentó perforar
las tinieblas con la mirada. Le pareció divisar a las tres muchachas
acurrucadas en un recodo del pasillo e intentó llegar hasta allí a tientas, con
los brazos extendidos. Pero pronto se dio cuenta de que se equivocaba de
dirección al comprobar que el pasillo torcía a la izquierda algo más allá, a
pocos metros, y volvió a detenerse.
—¡De nada os vale esconderos,
acabaré por dar con vosotras! —gritó—. ¡Más os valdría salir por las buenas!
Luego aguzó el oído y abrió bien
los ojos. Ya no se oía nada. Pero en aquel lugar empezaba a hacerse sentir el
calor, así que resolvió dar marcha atrás y esperar a las muchachas tocando el
piano. Recordaba perfectamente la dirección de donde había venido y sabía que
no había dado más que veinte o treinta pasos. Extendió los brazos y avanzó
despacio, con prudencia. Pero, tras unos pocos pasos, tropezó con las manos contra
un biombo y retrocedió, sobresaltado. Estaba seguro de que aquel panel no
estaba allí hacía un momento.
—Pero ¿qué hacéis? —voceó—.
¡Dejadme salir!
Le pareció oír un rumor de risas
ahogadas y recobró los ánimos.
—A lo mejor os creéis que estoy
asustado —dijo tras un breve silencio, esforzándose por adoptar un tono
alegre—. ¡Pues de eso nada! —añadió acto seguido, como si temiera que lo fueran
a interrumpir—. Si me he a venido a jugar al escondite con vosotras es porque
me habéis dado pena. Ésa es la verdad: me habéis dado pena. En cuanto os vi,
niñas inocentes, aquí encerradas, en un bordei de gitanas, me dije: «Querido
Gavrilescu, estas chiquitas quieren gastarte una broma. Haz como si te dejaras
engañar. Deja que crean que no sabes adivinar cuál es la gitana. Así es el
juego...». ¡Así es el juego! —gritó lo más fuerte que pudo—. ¡Pero ya hemos jugado
bastante, salid del escondite! Aguzó el oído, con la sonrisa en los labios,
apoyando la mano derecha en el biombo. Oyó unos pasos menudos en la oscuridad,
muy cerca. Se volvió bruscamente y alargó los brazos.
—A ver de quién se trata —dijo—.
A ver a quién he cogido. ¿No será a la gitana?
Pero, tras haber braceado mucho
rato en el vacío, se quedó quieto de nuevo para escuchar. Ahora no se oía ya el
menor ruido por parte alguna.
—No importa —dijo, como si
supiera que las jóvenes estaban escondidas a pocos pasos—. Ya veréis cuando os
coja. Ya me doy cuenta de que todavía no sabéis con quién estáis tratando. Más
adelante, os pesará. Habría podido enseñaras a tocar el piano. Habría
enriquecido vuestra cultura musical. Os habría explicado losliederde Schumann.
¡Qué belleza! —exclamó—. ¡Qué divina música!
Volvió a notar el calor, quizá
más fuerte que nunca, y se secó la cara con la manga de la blusa. Luego,
desalentado, se fue hacia la izquierda, palpando con la mano, sin separada del
biombo. A ratos, se paraba para escuchar, luego seguía andando a zancadas. En
un momento dado, se puso a dar voces, invadido por una súbita ira:
—¡Así aprenderé a no ser tan
tolerante con unas mocosas...! Bueno, y digo mocosas porque soy educado. Que vosotras
sois otra cosa. Ya sabéis vosotras lo que sois. ¡Unas gitanas! ¡Incultas!
¡Analfabetas! ¿Sabe alguna de vosotras dónde está Arabia? ¿Ha oído alguna de
vosotras hablar del coronel Lawrence?
El biombo parecía interminable y,
cuanto más andaba Gavrilescu, más insoportable se tornaba el calor. Se quitó la
blusa y se secó con ella la cara y el cuello, nerviosamente; luego se la echó
sobre el hombro desnudo, como si se tratase de una toalla, y volvió a lanzarse
a tientas en busca del panel.
Pero topó con un muro liso y
fresco contra el que pegó el cuerpo con los brazos abiertos. Permaneció así
mucho tiempo, contra el muro, respirando hondamente. Luego fue avanzando despacio, rozando el muro sin
despegarse de él. Al cabo de un rato, se dio cuenta de que había perdido la
blusa. Como seguía sudando, se paró, se quitó el pantalón bombacha y se secó de
los pies a la cabeza. En ese preciso instante, notó que algo le tocaba el
hombro. Lanzó un grito de miedo y saltó hacia un lado.
—¡Soltadme! —vociferó—. ¡Ya os he
dicho que me soltéis!
De nuevo le rozó el rostro y los
hombros alguien o algo, un ser o un objeto —imposible saber qué o quién—, y entonces
empezó a defenderse haciendo molinetes por encima de la cabeza, al buen tuntún,
con el bombacha. Cada vez tenía más calor, le corrían por la cara gruesas gotas
de sudor, jadeaba. Al hacer un gesto demasiado brusco, se le escapó el
pantalón, que desapareció en algún lejano lugar impreciso en medio de la
oscuridad. Gavrilescu permaneció en la misma postura, con el brazo en alto y el
puño convulsivamente cerrado, como si tuviese la esperanza de darse cuenta, de
repente, de que se había equivocado y aún tenía asido el pantalón. De pronto,
se sintió desnudo, se encogió, se agachó, apoyando las manos en la alfombra, mirando
al suelo, como si se dispusiese a emprender una carrera.
Siguió avanzando, ahora a cuatro
patas, palpando la alfombra a su alrededor, con la esperanza de dar con el pantalón.
A veces tropezaba con objetos que le costaba identificar; algunos parecían, al
principio, cofrecillos y luego resultaban ser enormes calabazas envueltas en
mantones; otros, que de momento parecían almohadones o almohadas, se
convertían, si los palpaba bien, en balones, en paraguas viejos rellenos de
serrín, en cestos de ropa llenos de periódicos, pero no le daba tiempo a
decidir qué podían ser, porque no paraba de tropezar con otros que tenía que
palpar también. A veces, se alzaban ante él grandes muebles y entonces los
esquivaba prudentemente pues, al no saber qué forma tenían, temía volcarlos.
Ignoraba cuánto tiempo llevaba caminando así en la oscuridad, de rodillas, a
cuatro patas, arrastrándose. Lo que peor soportaba era el calor. Tenía la sensación
de caminar por el desván de una casa con tejado de chapa en una tórrida tarde.
El aire le abrasaba la nariz, y los objetos parecían cada vez más calientes.
Estaba chorreando y tenía que pararse a descansar. En aquellos momentos, se tumbaba
cuan largo era, abierto de brazos y piernas, con la cara pegada a la alfombra,
y respiraba con todas sus fuerzas, de forma entrecortada, jadeante.
En un momento dado, le pareció
que se había quedado traspuesto y lo había despertado un inesperado
vientecillo, como si en alguna parte hubiesen abierto una ventana por la que
entrara el fresco de la noche. Pero pronto comprendió que se trataba de otra
cosa, de algo que no se parecía a nada conocido: se quedó de piedra y notó que
el sudor se le enfriaba en la espalda. No conseguía recordar lo que había pasado
a continuación. Asustado por su propio alarido, se había puesto a correr como
un loco en la oscuridad.
Tropezaba con biombos, volcaba
espejos, y toda clase de objetos menudos colocados de forma extraña en las alfombras.
A menudo se resbalaba, caía, se levantaba en el acto, seguía corriendo. Se dio
cuenta de que saltaba arcones, esquivaba espejos y paneles, y entonces se
percató de que acababa de entrar en una zona de claroscuro en la que empezaba a
vislumbrar los contornos de los objetos. Al fondo del pasillo, a una altura
poco habitual del muro, parecía abrirse una ventana por la que penetraba la
claridad del crepúsculo. Cuando entró en el pasillo, el calor se volvió insoportable.
Tuvo que pararse para recuperar el aliento; con el dorso de la mano se enjugaba
el sudor de la frente, de las mejillas. Oía cómo le latía el corazón, a punto
de estallar.
Antes de llegar bajo la ventana,
volvió a pararse, asustado. Le llegaban voces, risas, ruidos de sillas
arrastradas por un entarimado, como si se acabara de levantar de la mesa todo
un grupo de personas y se dirigiera hacia él. Se vio a sí mismo en ese
instante, desnudo, más flaco de lo que creía, con la piel pegada a los huesos
y, sin embargo, con el vientre hinchado y caído, como nunca se había visto
antes. Ya no tenía tiempo de volver sobre sus pasos. Asió un cortinaje al azar
y tiró. Al notar que estaba a punto de ceder, apoyó ambos pies en el muro y se
colgó de él echándose hacia atrás.
Aconteció entonces algo
inesperado. Notó que la colgadura lo atraía con creciente fuerza y lo pegaba
contra la pared en pocos segundos sin que pudiera escaparse, aunque la había soltado,
de forma tal que, de pronto, se encontró envuelto, oprimido por todos lados,
como si lo hubieran atado y metido en un saco. Había vuelto la oscuridad y el
agobiante calor y
Gavrilescu comprendió que no
podría resistir mucho, que iba a asfixiarse. Intentó gritar, pero tenía la
garganta seca, como si fuera de corcho, y los sonidos se apagaban en una
especie de
algodón. Oyó una voz que le
pareció conocida:
—Sigue contando, salado, sigue
contando.
—¿Qué más quiere que le cuente?
—murmuró—. Ya se lo he dicho todo. No hay nada más. Me traje a Elsa a Bucarest.
Los dos éramos pobres. Me puse a dar clases de piano... Con la cabeza en la
almohada, alzó la vista y vio a la vieja. Sentada ante la mesa baja, con la
cafetera en la mano, dispuesta a llenar las tazas de café. —No, gracias, no
quiero más —dijo alzando el brazo—. Ya he tomado de sobra. Tengo miedo de que
me quite el sueño por la noche.
La vieja se llenó la taza y luego
dejó la cafetera en una esquina de la mesa. Insistió:
—Sigue contando. ¿Qué más
hiciste? ¿Qué más pasó?
Pensativo, Gavrilescu estuvo un
rato dándose aire con el canotier sin decir nada.
—Y luego empezamos a jugar al
escondite —dijo de pronto con voz algo cambiada, algo severa—. Claro que no sabían
con quién estaban tratando. Yo soy un hombre serio, un artista, profesor de piano. Vine aquí por simple
curiosidad. Porque a mí todo lo que es nuevo, desconocido, me interesa. Me
dije: «Querido Gavrilescu, he aquí una ocasión de ampliar tus conocimientos».
No sabía que se trataba de juegos ingenuos, infantiles. Y, entonces, sabe
usted, de repente, me encontré completamente desnudo, y oía voces, estaba
seguro de que, de un momento a otro... Usted me entiende...
La vieja asintió con la cabeza y
tomó unos sorbitos de café antes de contestar:
—¡Anda y que no hemos buscado tu
sombrero! Las chicas han tenido que poner el bordei patas arriba para encontrarlo.
—Sí, es verdad, tuve yo la culpa.
No sabía que si no conseguía dar con la solución mientras fuera de día, tendría
que buscarlas, que cazarlas, que dar... con ellas en la oscuridad. Nadie me
había dicho nada. Y, entonces, como le iba diciendo, cuando me vi completamente
desnudo y noté que el cortinaje me apretaba como un sudario, sí, se lo aseguro,
como un sudario...
—¡Lo que nos ha podido costar
volverte a vestir! Es que no había manera de que te dejaras vestir...
—¿No le estoy diciendo que ese
cortinaje era como un sudario que me apretaba por todos lados? Y se enroscaba,
y me oprimía, ya no podía ni respirar. ¡Y menudo calor! —exclamó dándose aire
con el canotier—. Lo que me extraña es no haberme asfixiado.
—Sí, ha hecho mucho calor —dijo
la vieja.
En aquel momento se oyó a lo
lejos el metálico retumbar del tranvía. Gavrilescu se llevó la mano a la
frente.
—¡Ay! —dijo alzándose pesadamente
del sofá en que estaba echado—. ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo! Aquí, habla
que te hablarás y, como quien no quiere la cosa, se me ha olvidado que tenía
que ir a la calle de las Sacerdotisas. Figúrese que me he dejado allí las
partituras. Si ya me decía yo esta tarde sin ir más lejos: «Querido Gavrilescu,
cuidado, a ver si... a ver si...». Sí, algo por el estilo me estaba yo
diciendo, pero no me acuerdo bien de qué era...
Dio unos pasos hacia la puerta,
se volvió, hizo una leve inclinación y, saludando con el sombrero, dijo:
—Tanto gusto...
En el patio, se llevó una
sorpresa desagradable: el sol se había puesto, pero hacía, sin embargo, más
calor que en plena tarde. Gavrilescu se quitó la chaqueta, se la echó al hombro
y, dándose aire con el canotier, cruzó la puerta y salió. Nada más alejarse del
muro, de la sombra de los árboles, volvió a meterse en la chicharrera de la
calle, en el olor a polvo y asfalto reblandecido. Iba encorvado, arrastrando
los pies y mirando al vacío. En la parada no había nadie más. Cuando oyó que se
acercaba el tranvía, alzó el brazo para que se parara.
El vehículo iba casi vacío y con
todas las ventanillas abiertas. Se sentó frente a un joven en mangas de camisa
y, al ver que se acercaba el cobrador, empezó a buscar la cartera.
La encontró antes de lo que se
esperaba.
—¡Es increíble! —exclamó—. Le doy
mi palabra de honor de que esto es peor que Arabia. Si ha oído usted alguna vez
hablar del coronel Lawrence... El joven sonrió y, con aire
divertido, miró por la
ventanilla.
—¿Qué hora será? —le preguntó
Gavrilescu al cobrador.
—Las ocho y cinco.
—¡Qué mala pata! Me las voy a
encontrar cenando. Se van a creer que he vuelto tarde aposta, para encontrarlas
cenando. Y, sabe usted, no me conviene que... Ya entiende usted lo que quiero
decir. Y, además, si les digo de dónde vengo, la señora Voitinovici, que es
curiosa como pocas, va a hacer que me quede hasta las doce para que se lo
cuente.
El cobrador, que observaba a
Gavrilescu con una sonrisa, le hizo un guiño al joven.
—Dígale que ha estado donde las
gitanas, y ya verá como no le pregunta nada más...
—Huy, qué va, imposible. La
conozco muy bien. Es demasiado curiosa. Más vale que no le diga nada.
En la parada siguiente, subieron
unas cuantas parejasjóvenes, y Gavrilescu se cambió de sitio para oír mejor lo
que decían. Cuando le pareció que podía meter baza, alzó el brazo y dijo:
—Voy a contradecirles, si me lo
permiten. Yo, para desgracia mía, soy profesor de piano, pero lo mío no es
esto...
—¡Calle de las Sacerdotisas!
—anunció el cobrador.
Gavrilescu se puso de pie
bruscamente, saludó y se apeó. Caminaba sin prisa, dándose aire con elcanotier.
Al llegar delante del 18, se paró, se arregló la corbata, se atusó el pelo y
entró. Subió despacio hasta el primero y llamó, apretando con fuerza el timbre.
En éstas, llegó el joven que estaba sentado enfrente de él en el tranvía.
—¡Qué casualidad! —dijo
Gavrilescu cuando vio que se paraba a su lado. Se abrió la puerta y apareció en
el umbral una mujer, joven aún pero de rostro pálido y ajado. Llevaba un
delantal y, en la mano derecha, un tarro de mostaza. Al ver a Gavrilescu,
frunció el entrecejo.
—¿Qué desea? —preguntó.
—Me he dejado el portafolios
—contestó Gavrilescu, intimidado—. Con la charla, se me olvidó. He tenido cosas
que hacer y no he podido venir antes. —No lo entiendo. ¿Qué portafolios?
—Si ha empezado a cenar, no la
moleste —siguió diciendo Gavrilescu, deseando poder marcharse cuanto antes—. Sé
dónde me lo he dejado. Al lado del piano.
Y quiso entrar, pero la mujer le
cortó el paso.
—Pero, bueno, caballero, ¿usted a
quién busca?
—A la señora Voitinovici. Soy
Gavrilescu, el profesor de piano de Otilia. No he tenido el gusto de conocerla
a usted antes —añadió, muy fino.
—Se confunde usted de dirección.
Éste es el 18.
—Le ruego me disculpe —contestó
Gavrilescu sonriente—, pero conozco esta casa hace cinco años. Podría decirse
que soy de la familia. Vengo tres veces por semana...
El joven escuchaba la discusión
con la espalda apoyada en la pared.
—¿Cómo dice usted que se llama
esa señora? —preguntó.
—La señora Voitinovici. Es la tía
de Otilia, Otilia Pandele...
—No vive aquí —zanjó el joven—.
Aquí vivimos nosotros, los Georgescu. Esta señora es la mujer de mi padre. De
soltera, Petrescu...
—Te agradecería que te portaras
con educación —refunfuñó la mujer—. Y que no me trajeras a casa al primero que
pasara...
Luego les volvió la espalda y
desapareció en el interior.
—Le ruego que me disculpe por
esta escena —le dijo el joven esforzándose por sonreír—. Es la tercera mujer de
mi padre. Está pagando todos los errores de los anteriores matrimonios: cinco
chicos y una chica.
Gavrilescu lo escuchaba, confuso,
mientras se daba aire con el sombrero de paja.
—Lo siento —dijo sinceramente
consternado—. No pretendía que se enfadara. Es verdad que es mala hora. La hora
de la cena. Pero, mire, mañana por la mañana tengo una clase en Dealul Spirii y
me hace falta el portafolios. Tengo dentro los Czerny II y III. Son mis
partituras, con mi interpretación personal indicada al margen. Por eso las
llevo siempre encima.
El joven lo miraba de hito en
hito, sin dejar de sonreír.
—Creo que no me he explicado
bien. Quería decirle que aquí vivimos nosotros, los Georgescu. Llevamos
viviendo aquí cuatro años.
— ¡Imposible! —exclamó
Gavrilescu—. He estado aquí esta misma mañana, le he dado clase a Otilia de dos
a tres.
Luego estuve un rato de charla
con la señora Voitinovici. Con cara de asombro, el joven sonrió, divertido.
—¿En el 18 de la calle de las
Sacerdotisas, en el primer piso? — preguntó.
—Eso mismo. Conozco la casa a la
perfección. Puedo decirle dónde está el piano. Puedo llevarle hasta él con los ojos
cerrados. Está en el salón, delante de la ventana.
—No tenemos piano. Pruebe en otro
piso. Pero desde ahora puedo decirle que tampoco es en el segundo; ahí vive el capitán
Zamfir. Pruebe en el tercero. Lo siento mucho —añadió el joven al ver que
Gavrilescu lo escuchaba con cara de susto y movía el sombrero cada vez más
deprisa—. Me habría gustado que hubiera una Otilia en esta casa...
Gavrilescu, sin saber qué hacer,
lo miraba fijamente a los ojos.
—Muy agradecido —dijo al fin—.
Voy a probar en el tercero. Pero le doy mi palabra de honor de que a eso de las
tres y cuarto estaba aquí mismo.
Y, alargando el brazo con
decisión, señaló el piso. Comenzó a subir trabajosamente. En el tercero, se
secó largo rato la cara con uno de los pañuelos y después llamó. Oyó unos
pasitos y luego le abrió la puerta un niño de cinco o seis años.
—¡Vaya! —exclamó Gavrilescu—. Me
temo que me he confundido de piso. Venía a ver a la señora Voitinovici...
Apareció entonces en el quicio de
la puerta una mujer joven que le sonrió.
—La señora Voitinovici vivía en
el primero, pero se mudó. Se fue a provincias.
—¿Hace mucho?
—Pues sí. Este otoño hará ocho
años. Se fue nada más casarse Otilia. Gavrilescu alzó la mano y se la pasó por
la frente.
Luego buscó la mirada de la joven
y le sonrió con toda la serenidad de que fue capaz.
—Creo que se confunde usted
—dijo—. Yo le estoy hablando de Otilia Pandele, la sobrina de la señora Voitinovici;
va al instituto, está en tercero.
—Las conocí bien a las dos.
Cuando nos vinimos a vivir aquí, Otilia acababa de prometerse, ya sabe, primero
hubo esa historia con el comandante. La señora Voitinovici no quería dar su
consentimiento, y tenía razón, se llevaban demasiados años. Otilia era una
niña. Aún no había cumplido los diecinueve. Menos mal que conoció a Frincu, al
ingeniero Frincu. Es imposible que no haya oído usted hablar de él.
—¿El ingeniero Frincu? —masculló
Gavrilescu—.¿Frincu...?
—Sí, el inventor. Si hasta los
periódicos han hablado de él.
—El inventor Frincu —repitió
Gavrilescu, pensativo—.Qué cosa más rara...
Alargó el brazo, le acarició la
cabeza al niño, saludó con una inclinación.
—Le ruego que me disculpe. Creo
que me he equivocado de piso.
El joven lo esperaba delante de
su puerta, fumando.
—¿Ha averiguado usted algo?
—preguntó.
—La señora del tercero dice que
se ha casado, pero le aseguro a usted que se trata de una confusión. Otilia no
ha cumplido los diecisiete, está en tercero. Estuve charlando con la señora
Voitinovici, hablamos de un montón de cosas, y no me dijo ni palabra.
—Qué raro...
—Rarísimo —dijo Gavrilescu,
recobrando los ánimos—. Así que le confieso que no me creo nada de todo esto.
Le doy mi palabra de honor. En fin..., ¿para qué insistir? Aquí hay una
confusión... Volveré mañana por la mañana.
Se despidió y bajó la escalera
con paso rápido. «Cuidado, Gavrilescu», murmuró nada más llegar a la calle, «cuidado,
te estás volviendo chocho. Empiezas a perder la memoria. Confundes las direcciones...».
Vio que el tranvía se acercaba y apretó el paso. Cuando estuvo sentado junto a
una ventanilla abierta, sintió al fin una leve brisa.
—¡Ya era hora! —exclamó
dirigiéndose a una señora sentada enfrente—. Parecía... parecía...
Pero se dio cuenta de que no
sabía cómo acabar la frase y sonrió, violento.
—Sí —prosiguió tras una breve
pausa—, como le hacía notar hace un rato a un amigo mío, parecía, parecía que estábamos
en Arabia. Si ha oído usted hablar del coronel Lawrence...
Pero la señora siguió mirando por
la ventanilla.
—Ahora, dentro de una o dos horas
—continuó Gavrilescu—, se hará de noche. Quiero decir que estará oscuro. De
noche refresca. Ya era hora... Por fin se va a poder respirar.
El cobrador se había parado ante
él y estaba esperando. Gavrilescu empezó a hurgarse en los bolsillos.
—Pasadas las doce, se podrá
respirar —le dijo al cobrador—. ¡Qué día más largo! —añadió con un tono que traslucía
nerviosismo, porque no conseguía encontrar la cartera—. ¡Cuántas peripecias!
¡Vaya, menos mal! —exclamó, y abrió la cartera.
—Éstos ya no valen —dijo el
cobrador devolviéndole el billete—. Tiene usted que cambiarlo en el banco.
—Pero ¿qué le pasa? —preguntó
Gavrilescu, asombrado, dándole vueltas al billete entre los dedos.
—Pues que hace un año que los
retiraron de la circulación. Lo que tiene usted que hacer es cambiarlo en el banco.
—¡Qué raro! —dijo Gavrilescu
mirando el billete atentamente—. Esta mañana todavía valían. Y las gitanas los cogen.
Tenía otros tres iguales, y las gitanas los cogieron.
La señora palideció levemente, se
levantó de forma ostentosa y fue a sentarse en el otro extremo del tranvía.
—No hay que mencionar a las
gitanas delante de las señoras —dijo el cobrador con tono de reprimenda.
—¡Pero si todo el mundo lo hace!
—protestó Gavrilescu—. Cojo este tranvía tres veces por semana, y le doy mi
palabra de honor...
—Sí, es cierto —admitió un
viajero—. Todos las mencionamos, pero no cuando hay señoras delante. Es cuestión
de tacto. Sobre todo ahora que van a poner luces. Sí, sí, el ayuntamiento ha
dado permiso; van a poner luces en el jardín. Yo puedo decir que no tengo
prejuicios, pero ¡que las gitanas pongan luces...! Me parece una provocación.
—¡Qué raro! —dijo Gavrilescu—. No
he oído nada.
—Ha venido en todos los
periódicos —especificó otro viajero—. ¡Es una vergüenza! —prosiguió, alzando el
tono—. ¡Habría que prohibirlo! Algunas personas volvieron la cabeza y, ante sus
miradas cargadas de reproches, Gavrilescu bajó la vista.
—Mire bien, a ver si tiene usted
otros billetes —le dijo el cobrador—. Si no, se baja en la próxima.
Ruborizado, sin atreverse a alzar
la mirada, Gavrilescu se puso a rebuscar en los bolsillos. Afortunadamente, encontró
unas monedas y se las dio al cobrador.
—Sólo me ha dado usted cinco lei—dijo
éste, sin cerrar la mano.
—Pues claro, hasta Vama Postei.
—¡Eso son diez lei! ¿Está usted
en las nubes o qué?
—Estoy en Bucarest —dijo
Gavrilescu con voz altanera—, y tomo el tranvía tres o cuatro veces al día;
llevo años tomándolo y siempre me ha costado cinco lei ir...
Ahora, casi todo el tranvía
escuchaba atentamente la discusión. Algunos viajeros se acercaron y se
instalaron en los asientos vecinos. El cobrador hizo sonar las monedas en la mano
y dijo:
—Si no quiere darme la
diferencia, se baja usted en la próxima.
—Hace ya tres o cuatro años que
subió el tranvía —explicó alguien.
—Cinco años —especificó el
cobrador.
—Le doy mi palabra de honor...
—empezó a decir Gavrilescu patéticamente.
Pero el cobrador no lo dejó
terminar.
—Pues se baja usted en la
próxima.
—Haría usted mejor en pagar la
diferencia —dijo un viajero—, porque hasta Vama Postei hay una tirada.
Gavrilescu buscó en el monedero y
sacó otros cinco lei.
—En este país pasan unas cosas
rarísimas —rezongó cuando se hubo alejado el cobrador—. Se toman decisiones de un
día para otro, en veinticuatro horas. Y hasta en seis horas. Le doy mi palabra
de honor... Pero, bueno..., ¿para qué insistir? Ha sido un día terrible. Y lo
más grave es que nopuede uno prescindir del tranvía. Por lo menos a mí no me queda
más remedio que tomarlo tres o cuatro veces al día. Y eso que una clase de
piano son cien lei. Un billete como éste. Y ahora resulta que el billete
tampoco vale. Tengo que ir a cambiarlo al banco...
—Démelo —dijo un señor mayor—.
Diré que me lo cambien mañana en la oficina...
Sacó un billete de la cartera y
se lo tendió a Gavrilescu. Éste lo tomó con precaución y lo examinó con curiosidad.
—Es bonito —dijo—. ¿Hace mucho
que los pusieron en circulación?
Varios viajeros se miraron,
sonrientes.
—Unos tres años —contestó uno de
ellos.
—Es curioso que no los haya visto
hasta ahora. Hay que reconocer que soy más bien distraído. Tengo temperamento
de artista...
Se metió el billete en la cartera
y echó una ojeada por la ventanilla.
—Ya es de noche —dijo—. ¡Al fin!
De pronto, se sintió cansado,
rendido. Apoyó la cabeza en las manos y cerró los ojos. No volvió a abrirlos
hasta llegar a Vama Postei.
Había intentado en vano abrir la
puerta con la llave, había llamado mucho rato al timbre, había llamado varias veces
con los nudillos, tan pronto con fuerza como más flojo, en las ventanas del
comedor, había vuelto ante la puerta y había empezado a aporrearla. No tardó en
asomarse a la ventana abierta y apagada de una casa vecina un hombre en camisón
que gritó con voz ronca:
—¿A qué viene este escándalo?
¿Qué le pasa a usted?
—Disculpe —dijo Gavrilescu—. No
sé qué le ha podido pasar a mi mujer. No contesta. Y se me ha estropeado la
llave, no puedo entrar.
—Pero ¿por qué quiere entrar?
¿Quién es usted?
Gavrilescu se dirigió a la
ventana y saludó:
—Aunque somos vecinos, creo que
no tengo el gusto de conocerlo. Me llamo Gavrilescu y vivo aquí con mi mujer, Elsa.
—Se ha equivocado usted de
dirección. Ahí vive el señor Stanescu. No está en casa. Se ha ido de
vacaciones.
—Usted perdone —dijo indignado
Gavrilescu—, siento tener que contradecirlo, pero creo que se equivoca usted. Aquí,
en el 101, quienes vivimos somos Elsa y yo. Llevamos cuatro años viviendo aquí.
—¡A ver si acaban de una vez!
¡Hay gente que quiere dormir! —gritó alguien—. ¡Ya está bien, demonios!
—Dice que vive en casa del señor
Stanescu...
—¡No es que lo diga! —protestó
Gavrilescu—. Es que es mi casa y no le permito a nadie que... Y, antes que
nada, quiero saber dónde está Elsa y qué le ha pasado.
—¡Pregunte en la comisaría! —gritó
alguien desde un piso de una casa.
Gavrilescu, alarmadísimo, levantó
la cabeza.
—¿Y por qué en la comisaría? ¿Qué
ha pasado? ¿Está usted enterado de algo?
—No estoy enterado de nada, pero
quiero dormir. Así que si se pasa usted toda la noche berreando...
—Usted perdone —dijo Gavrilescu—.
Yo también tengo sueño, y hasta podría decir que estoy rendido. He tenido un
día terrible. Un calor que ni en Arabia... Pero no entiendo qué le ha podido
pasar a Elsa. ¿Por qué no contesta?
A lo mejor se ha puesto mala, a
lo mejor se ha desmayado... Volvió a la pueda del 101 y empezó de nuevo a
aporrearla, cada vez más fuerte.
—Me cago en la mar. ¿No le he
dicho ya que el señor Stanescu no estaba en casa? ¿Que se había ido de
vacaciones?
—¡Llamen a la policía! —gritó una
mujer con voz chillona—. ¡Llamen enseguida a la policía!
Gavrilescu dejó de repente de dar
porrazos y se apoyó en la puerta. Le costaba trabajo respirar. De pronto, se
sentía muy cansado. Se sentó en un peldaño, con la frente entre las manos.
«Querido Gavrilescu», murmuró, «cuidado, ha pasado algo muy grave y no te lo
quieren decir. No te desanimes, haz un esfuerzo y piensa».
—¡La señora Rosa! —exclamó—. Me
tenía que haber acordado antes de ella. ¡Señora Rosa! —gritó poniéndose en pie;
y se dirigió hacia la casa de enfrente—. ¡Señora Rosa!
Alguien que había permanecido
asomado a la ventana dijo con voz más sosegada:
—Déjela dormir a la pobre...
—¡Es urgente!
—Déjela dormir. Que en paz
descanse. Hace mucho que se murió.
—¡No puede ser! Hablé con ella
esta misma mañana.
—Debe usted de confundida con su
hermana Ecaterina. La señora Rosa se murió hace cinco años.
Por un instante, Gavrilescu creyó
que se le paraba el corazón. Luego se metió las manos en los bolsillos y sacó
unos cuantos pañuelos.
—¡Qué raro! —acabó por decir.
Dio media vuelta despacio, subió
los tres peldaños del 101, cogió el sombrero y se lo encasquetó. Intentó por
última vez abrir el picaporte, luego volvió a bajar y se alejó con paso vacilante.
Caminaba sin prisa, sin pensar en nada, se secaba el sudor maquinalmente con
uno de los pañuelos. La taberna de la esquina estaba todavía abierta y, tras
habérselo pensado un poco, se decidió a entrar.
—Ya no servimos más que en el
mostrador —le anunció el camarero—. Cerramos a las dos.
—¿A las dos? —dijo asombrado
Gavrilescu—. Pues ¿qué hora es?
—Las dos. Las dos pasadas.
—Es tardísimo —masculló
Gavrilescu más bien para sus adentros.
Al acercarse al mostrador, le
pareció reconocer la cara del dueño y el corazón empezó a latirle más fuerte.
—¿No será usted el señor Costica?
—preguntó.
—Pues sí, el mismo —contestó el
tabernero mirándolo—. Me parece que lo conozco —añadió tras una pausa.
—Le parece, le parece... —empezó
a decir Gavrilescu, pero no supo qué decir después y se calló, con sonrisa embarazada—.
Antes venía por aquí; hace mucho tiempo —prosiguió—; tenía amigos. La señora
Rosa...
—Sí, que en paz descanse.
—La señora Gavrilescu... Elsa.
—Ay, la pobre, qué historia. Ni
siquiera hoy se sabe con exactitud lo que pasó. A él lo estuvo buscando la poli
durante meses, pero no consiguió encontrarlo ni vivo ni muerto... Como si se lo
hubiera llevado el diablo... Pobre señora Elsa; esperó lo que esperó y luego se
lo pensó y se volvió con su familia a Alemania. Vendió sus cosas y se fue. No
es que hubiera mucho que vender. Eran pobres. Ganas me entraron de quedarme con
el piano.
—Así que se fue a Alemania —dijo
Gavrilescu, pensativo—. ¿Hace mucho que se fue?
—Muchísimo. Unos meses después de
la desaparición de Gavrilescu. Doce años hará este otoño. Salió en todos los periódicos...
—Qué raro —murmuró Gavrilescu, y
volvió a darse aire con el canotier—. Y si yo le dijera que esta mañana, y le doy
mi palabra de honor de que no estoy exagerando, que esta misma mañana he
hablado con ella... Y hay más: al mediodía hemos comido juntos. ¡Hasta puedo
decirle qué hemos comido!
—Será que ha vuelto —dijo el
tabernero, perplejo.
—No, no ha vuelto. Pero no se ha
ido; nada de eso. Aquí hay una confusión. Por el momento, estoy algo cansado, pero
mañana por la mañana voy a aclarar todo esto.
Saludó con una inclinación de
cabeza y salió. Caminaba con pasitos cortos, con el sombrero en una mano y un
pañuelo en la otra, parándose mucho rato en cada banco que se encontraba para
recuperar fuerzas. La noche estaba clara, sin luna, y el frescor de los
jardines empezaba a extenderse por las calles. En un momento dado, lo alcanzó
un coche de punto.
—¿Adónde va usted así, milord?
—le preguntó el cochero.
—Donde las gitanas.
—Venga, suba, lo llevo por
treinta púas —dijo el cochero parando el caballo.
—No me importaría, pero casi no
llevo dinero encima.
Sólo me quedan cien lei y algo de
calderilla. Y los cien lei me hacen falta para entrar donde las gitanas.
El cochero se echó a reír:
—¡Es mucho más caro! Con cien lei
no le llega.
—Pues eso fue lo que me costó
esta tarde —replicó Gavrilescu—. Buenas noches —añadió, y siguió andando.
Pero el cochero, con el caballo
al paso, lo siguió.
—Son dondiegos de noche —dijo el
cochero aspirando el aire—. Viene del jardín del general. Por eso me gusta
pasar por aquí de noche. Tenga clientes o no, paso por aquí todas las noches.
¡Hay que ver lo que me gustan las flores!
—Tiene usted temperamento de
artista —dijo Gavrilescu sonriendo.
Luego se sentó en un banco y le
dijo adiós con la mano. Pero el cochero tiró de las riendas y paró el coche.
Sacó una petaca y empezó a liarse un pitillo.
—Me gustan mucho las flores
—dijo—. Los caballos y las flores. De joven, conducía una carroza fúnebre. ¡Qué
bonito! Seis caballos, los seis con gualdrapas de paño negro con dorados, y
flores, flores, ¡montones de flores! ¡Pues sí! Se nos fue la juventud, y lo
demás también... Me he hecho viejo, y aquí estoy, de cochero de punto, por las
noches, y con un solo jamelgo.
Encendió el pitillo y echó una
larga bocanada. Luego dijo:
—Así que, mira tú por dónde, va
usted donde las gitanas.
—Sí, es un asunto personal —se
apresuró a explicar Gavrilescu—. Estuve esta tarde y se ha organizado un lío tremendo.
—¡Ay, las gitanas...! —dijo
tristemente el cochero—. Si no fuera por las gitanas... —añadió agachando la
cabeza—. Sí, si no fuera por ellas...
—Pues sí, todo el mundo habla de
ellas. En el tranvía, quiero decir. Cuando el tranvía pasa por delante de su
jardín, todo el mundo habla de ellas.
Gavrilescu se levantó y siguió andando
con el coche detrás.
—Vamos por allí —propuso el
cochero indicando una callejuela con el látigo—, se acoda. Y, además, así
pasaremos por delante de la iglesia. También allí están en flor los dondiegos
de noche. No es que sean como los del general, pero ya verá como no se
arrepiente.
—Tiene usted temperamento de
artista —dijo Gavrilescu, pensativo. Delante de la iglesia, se pararon los dos para
oler el perfume de las flores.
—Parece que no hay dondiegos
—indicó Gavrilescu.
—Huy, hay toda clase de flores.
Si ha habido entierro hoy, habrán quedado montones. Y ahora, al amanecer, se ponen
todas a oler... Yo venía mucho por aquí con mi carroza fúnebre. ¡Qué bonito
era!
Silbó al caballo y fue
acompañando a Gavrilescu.
—Ya estamos casi. ¿Por qué no
sube usted?
—Ya me gustaría, ya, pero no
tengo bastante dinero.
—Me da usted lo que lleve suelto.
Venga, suba...
Gavrilescu titubeó unos
instantes, luego subió no sin esfuerzo. En cuanto el coche hubo echado a andar,
apoyó la cabeza en el respaldo y se quedó dormido.
—Es precioso —dijo el cochero—.
La iglesia era rica, sólo había gente fina... ¡Ay, la juventud...!
Volvió la cabeza y, al comprobar
que Gavrilescu se había dormido, empezó a silbar entre dientes; el caballo echó
a andar con un trotecillo corto.
—¡Ya hemos llegado! —gritó el
cochero bajándose del pescante. Pero la puerta está cerrada...
Zarandeó a Gavrilescu, que se
despertó sobresaltado.
—La puerta está cerrada —repitió
el cochero—. Tendrá usted que llamar. Gavrilescu cogió el sombrero, se arregló
la corbata y se apeó. Luego buscó el monedero.
—Déjelo —dijo el cochero—. Ya me
pagará otro día. De todas formas, voy a quedarme esperando. Suponiendo que caiga
un cliente a estas horas, será por esta zona.
Gavrilescu se despidió, se acercó a la puerta,
buscó la campanilla y llamó. La puerta se abrió en el acto. Entró en el patio y
se dirigió al bosquecillo. Aún había una ventana débilmente iluminada. Llamó
tímidamente a la puerta y, como nadie contestaba, hizo girar el picaporte y
entró. La cíngara vieja estaba durmiendo con la cabeza apoyada en la mesa baja.
—Soy yo, Gavrilescu —dijo dándole
suavemente en el hombro—. Me ha metido usted en un montón de problemas —añadió
cuando vio que se despertaba entre bostezos.
—Es tarde —dijo la vieja
frotándose los ojos—. Ya no queda nadie. Pero, cuando lo hubo mirado bien, lo
reconoció.
—¡Ah! Eres tú otra vez, el
músico. Ya sólo queda la alemana. Ésa nunca duerme...
Gavrilescu notó que el corazón le
latía más fuerte y empezó a temblar ligeramente.
—¿La alemana? —repitió.
—Cienlei—dijo la vieja.
Gavrilescu buscó la cartera, pero
las manos le temblaban cada vez más y, cuando la encontró entre los pañuelos,
se le cayó al suelo.
—Disculpe —dijo agachándose
trabajosamente para cogerla—. Estoy bastante cansado. He tenido un día
terrible...
La anciana cogió el billete, se
levantó, fue a abrir la puerta y, desde allí, señaló con el dedo la casa
grande.
—Ten cuidado de no perderte.
Sigues por el pasillo todo derecho y cuentas siete puertas. Llamas tres veces
en la séptima y dices: «Soy yo, me manda la vieja».
Contuvo un bostezo dándose una
palmada en la boca y cerró la puerta. Gavrilescu, casi sin aliento, se encaminó
a la gran mansión, cuyo espejeo plateado divisaba bajo las estrellas. Subió los
escalones de mármol, abrió la pueda y se paró un momento, indeciso. Ante él,
había un pasillo débilmente iluminado. De nuevo sintió Gavrilescu que el corazón
le latía muy fuerte, como si estuviera a punto de estallarle. Avanzó, nervioso,
contando en voz alta las puedas ante las que pasaba. No tardó en darse cuenta
de que iba por trece, catorce... y se detuvo, desconcertado. «Querido Gavrilescu»,
susurró, «cuidado, ya te has vuelto a armar un lío. No son trece ni catorce,
sino siete. Es lo que te dijo la vieja: que contaras siete puertas».
Quiso regresar para contar de
nuevo, pero, nada más dar unos pocos pasos, se sintió tan rendido que se paró
ante la primera puerta con la que se topó, llamó tres veces y entró.
Era un salón grande, amueblado
sencilla y casi pobremente. Se recortaba ante la ventana la silueta de una
mujer joven que estaba mirando el jardín.
—Disculpe —farfulló Gavrilescu—.
He contado mal.
La silueta se apartó de la
ventana, se dirigió hacia él con paso lánguido, y una fragancia olvidada le
volvió a la memoria.
—¡Hildegard! —exclamó, y el
sombrero se le resbaló de los dedos.
—Llevo tanto esperándote —dijo la
joven aproximándose—. Te he buscado por todas partes...
—Fui a la cervecería —murmuró
Gavrilescu—. Si no hubiera ido con ella a la cervecería, no habría pasado nada.
O si hubiera llevado dinero... Mientras que, así, pagó ella, Elsa, y entonces,
comprendes, me sentí obligado..., y, ahora, ya es tarde, ¿verdad? Es muy
tarde...
—No tiene ninguna importancia
—dijo la joven—. Ven, vámonos...
—Pero es que me he quedado sin
casa, me he quedado sin nada. Ha sido un día terrible... Estuve charlando con
la señora Voitinovici y me dejé las partituras...
—Siempre fuiste despistado —dijo
ella sin dejarlo concluir—. Vámonos...
—Pero ¿adónde? ¿Adónde? —intentó
gritar Gavrilescu—. En mi casa se ha metido alguien, se me ha olvidado cómo se
llama, alguien a quien no conozco... Y ni siquiera está en casa para que se lo
pueda explicar. Se ha ido de vacaciones...
—Ven conmigo —dijo la joven
tomándolo de la mano, y lo condujo suavemente hacia el pasillo.
—Pero si tampoco tengo dinero
—prosiguió Gavrilescu a media voz—. Precisamente ahora, cuando han cambiado los
billetes y ha subido el tranvía.
—Sigues siendo el mismo —dijo la
joven riendo—. Estás asustado.
—Y ya no me queda nadie conocido
—siguió diciendo Gavrilescu, sin levantar la voz—. Todo el mundo está de vacaciones.
Habría podido pedirle algo prestado a la señora Voitinovici, pero la gente dice
que se ha ido de vacaciones... ¡Huy! El sombrero —exclamó, y se volvió para ir
a buscarlo.
—Déjalo. Ya no lo necesitarás nunca
más.
—Nunca se sabe, nunca se sabe
—insistió Gavrilescu, e intentó zafar la mano de la mano de la joven—. Es un sombrero
estupendo, casi nuevo.
—¿Así que es cierto? —preguntó la
joven, sorprendida—. ¿Aún no te has dado cuenta? ¿No te das cuenta de lo que te
acaba de pasar hace un rato, un ratito sólo? ¿De verdad no te das cuenta?
Gavrilescu la miró fijamente a
los ojos y suspiró.
—Disculpa, pero estoy algo
cansado. He tenido un día terrible... Pero ahora creo que empiezo a sentirme
mejor...
La joven lo arrastró suavemente
tras de sí. Cruzaron el patio y salieron, sin abrir la puerta. El cochero los
esperaba echando un sueñecito, y la joven hizo subir a Gavrilescu con ella al
coche, siempre con la misma suavidad.
—Pero si te juro —cuchichea—, si
te doy mi palabra de honor de que no me queda un céntimo...
—¿Adónde vamos, señorita?
—preguntó el cochero—. ¿Y a qué velocidad? ¿Al paso o al trote?
—Vaya hacia el bosque, por el
camino más largo —contestó la joven—. Y despacio. No tenemos prisa...
—¡Ay, la juventud...! —dijo el
cochero, y silbó al caballo.
Ella llevaba cogida la mano de
Gavrilescu entre las suyas, pero había apoyado la cabeza en el respaldo y
miraba al cielo. Él clavaba en ella una mirada intensa, concentrada.
—Hildegard —dijo al fin—, me está
pasando algo y no sé muy bien qué. Si no te hubiera oído hablar con el cochero,
creería que estoy soñando...
La joven volvió la cabeza hacia
él y le sonrió.
—Todos estamos soñando —dijo—.
Así empieza.
Como en un sueño...
París, junio de 1959
NOTAS
[1] El autor juega aquí con la
homonimia Les Trois
Grâces(Las tres gracias) yLes
Trois Grâsses(Las tres grodas).
[2] Especie de choza excavada, en
parte, en el suelo.
[3] Dulce de origen turco.
Querida Sandra. Tienes razón y me ha maravillado esta mágica historia. Todo el tiempo he deseado que adivinara quien era cada una, sospechando que en esa respuesta podría encontrar algo maravilloso. No caertó y la historia se volvió angustiante, axfisiante como el pobre personaje la sentía, pero llega ese final tan bello y juntos marchan. Precioso. me encantó y me inspiró. Increíble. Gracias y un fuerte abrazo amiga mía
ResponderEliminarTe agradezco Amparo por haber tenido la paciencia necesaria para leer esta novela. Viste que esa visita que hizo en el burdel, fue una visita entre los dos mundos la tierra y el mundo que hay después de la muerte y las tres gitanas podrian ser unos angeles que le pusieron a pruebas. Mas o menos creo yo que pasa con Marcelo, que el tren donde está, lo lleva hacia el otro mundo, pero primero tiene que conversar con Nina, para darse cuenta y rememorar la trayectoria de su vida y lo que fue más importante para el, que es Lola. No se si me equivoco, pero hasta ahora eso es lo que me parece. Un abrazo enorme!
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