lunes, 11 de marzo de 2013

Los Morometzi

 -traducción de Miguel Ángel Asturias


Durante muchas semanas, las aldeas de la llanura quedaron desiertas. Empezaba a hacer calor al levantarse el sol, y aunque algunas veces, durante la noche, el cielo se cubría de nubes, al día siguiente las nubes desaparecían y dejaban límpidas las profundidades del azul del cielo para el ardor incesante y agotador de los días de verano. 
En esa época en que las bestias arañan la tierra ansiosas de un poco de frescor, o se lanzan atolondradas buscando el amparo de una sombra, la vida de los hombres abandona la aldea y se traslada al campo, bajo el sol implacable de la llanura. Los carros enfilan la ruta antes de perderse el lucero del alba. Los hombres que van a los campos atraviesan las tierras por innumerables caminos y senderos, donde las ruedas de los carros crujen. Por aquí, por allá, se alzan las voces, con tono excepcionalmente humano, azuzando a las bestias para acelerar la marcha. 
La mañana se baña en una claridad blanquecina, y en la aldea resuena todavía el canto de los gallos. El hombre se levanta, engancha los caballos, despierta a sus hijos, y se da prisa dentro del cercado. No hay nada especial que hacer. La partida en ese primer día de la cosecha parece ser una cosa normal y, sin embargo, el carro y los caballos esperan desde hace largo tiempo frente a la casa. El hombre y sus hijos están listos. Y la hoz y el barrilito lleno de agua fresca colocados en el carro, así como la comida que ha sido preparada la víspera. ¿Por qué, se pregunta uno, está el carro hace tanto tiempo allí? El hombre da vueltas en un mismo lugar, lanza una mirada a la huerta, atraviesa el patio, entra en la casa, llama a la mujer sin razón ninguna, simplemente para preguntarle si ha puesto la comida en el carro. Ella le responde enojada que hace rato que la comida está allí, pero el marido no la oye, no la escucha, sale con aire grave, apresurado, preocupado, se diría que ha sucedido algo, no se sabe qué, que algo de importancia se le ha olvidado. 
Se acerca al carro, busca las hoces, que están cuidadosamente alineadas entre los ponchos que acolchonan el lateral. Cuenta cuántas son las hoces, verifica si están afiladas, pone todo a un lado para revisar también las marmitas llenas de sopa de hierba y de mamaliga humeante. Tapa todo rápidamente, como si les desagradara ver que estaba todo en orden. Pasa junto a los caballos, que esperan tranquilamente con el belfo caído, y cuando el hombre se acerca, una de las bestias lanza un profundo suspiro. Examina los arneses, toma las riendas, arregla los bozales, ajusta el cabezal y luego afloja el freno. 
En ese mismo instante, la mujer desde el umbral dice gritando furiosa: "¿Qué es lo que esperas? ¿...No has acabado de dar vueltas alrededor del carro? ¿Hasta cuándo vas a estar embelesado? ¡Vamos, decídanse a partir...!"

Pero el carro no se mueve. Algo acaso se olvidaba. "Ah, sí... es preciso que venga el chico con nosotros", dice el hombre con voz grave, acercándose al lecho instalado sobre la prispa. 
Allí, entre las mantas duerme un niño de cinco a seis años. Todos esos ruidos fuertes y prolongados no lo han sacado de su sueño. Duerme con respiración tranquila, hundido en profundo reposo. "¡Levántate, ven con nosotros a la colina...!" 
La mujer empieza a gritar: "Deja al niño tranquilo..." Lo va a necesitar ella para preparar la comida de las gallinas, para cortar las hierbas para la sopa, traer tal o tal cosa, llevar la comida a mediodía. El hombre no le hace caso. Piensa que se las arreglará sola. El muchacho debe venir al campo para echar las espigas en los surcos, cuidar los caballos y aprender a manejar la hoz. 
La mujer discute, pero el hombre no la escucha. Saca las mantas que cubren a la criatura que continúa durmiendo, pasa la mano alrededor de su frágil cintura y lo toma en brazos. Lo lleva así hasta el carro y lo instala sobre las otras mantas y trapos que allí se amontonan. El chico se despierta, pero vuelve a dormirse en seguida. "Ya está. ¡Nos vamos!. .., grita el hombre... ¡eh, tú, abre la puerta! ¡sube al carro! ¡mira dentro del cajón si no falta nada! ¿El barrilito está allí? ¿Y tú, mujer, dónde estás? ¿Has puesto la comida en el carro?..."
La puerta cochera se abre prontamente, como si el patio se deslizara sobre la ruta, o la ruta penetrara en el patio por la abertura de la puerta. El carro se pone en movimiento con ruido sordo y franquea la pasarela. Ya en el camino, se detiene todavía una vez y lanza una última mirada. A veces se puede olvidar algo. La mujer, que ha encontrado la cosa olvidada, un pedazo de queso, una cebolla, un huevo, una cuchara, o peor todavía, la sal, corre para alcanzarles todo esto a los segadores. Sobre todo si han olvidado la sal, el trapo blanco en que está la sal. 
La mujer corre como una loca, atraviesa el cercado y se precipita hacia el carro. El hombre abre y cierra los puños, jura y amenaza con castigarla, pero la mujer no le teme. Coloca el paquetito con la sal en el canasto de la comida y le reprocha al hombre que haya demorado tanto en largarse con tantos preparativos; no es extraño que le haga perder la cabeza.
Por todos lados, por todas las calles y senderos salen de la aldea los carros, y antes que se levante el sol, las casas quedan vacías, sin vida, las calles desiertas, mientras que el silencio y el calor se instalan como amos absolutos, durante semanas y semanas.
El carro recorre el campo y se acerca a la extremidad del terreno. Durante todo el tiempo que dura la marcha, los hombres no hablan entre ellos. Conducen en silencio sus caballos. Un carro tras de otro, sin mirarse, con una prisa tranquila, porque en ese momento nada tiene importancia, sino el pensamiento dirigido a ese pedazo de tierra donde el trigo tal vez ya ha crecido y madurado.
El sol empieza a apuntar. La llanura se despeja de los velos blanquecinos de la neblina y del rocío que la cubrían y su extensión palpita en una inmensidad de fuego que quema los ojos y el cuerpo del hombre y lo arranca de su propio ser, le quita todas las preocupaciones aplastantes y agotadoras, como quien se reconstruye bajo una nueva forma. Las flores azules de la chicorea, con los pétalos de un azul más puro que la profundidad del cielo, aparecen de tanto en tanto al borde de los senderos estrechos, y el viento ligero de la mañana da al trigo la ondulación del mar, y la alondra que escapa entre las espigas sube recto hacia el cielo profundo y luminoso, y las temblorosas codornices, y las cigüeñas de marcha acompasada, y la flor amarilla de las espigas del trigo que no ha madurado se expanden en el aire y los caminos que dejan la aldea lejos, hacia atrás, y las hierbas tupidas al borde de los senderos, entre los cardos cuyas flores inmanta el ojo a la distancia, todo sale con vigor de la vida del campo y penetra en el hombre, subyugándolo. Él trata de captar este espejismo, guardarlo para siempre en su interior y, como no lo consigue, fustiga sus caballos con el látigo airado y se precipita hacia la tierra en que crece el trigo. Las bestias detienen el paso, resoplan y rehúsan trotar. Un potrillo relincha a lo lejos y otro relincho inquieto le responde. El potrillo que ha quedado atrás corre, ágilmente, con las crines al viento, salta y golpea sus cascos no más grandes que los puños de un niño y se lanza imitando el galope de los caballos. El hombre ríe entonces suavemente. Desaparece su obsesión. Una alegría tranquila, casi inadvertida para él, pero luminosa y eterna como el cielo, lo penetra y se transparenta en su cara.
Cuando llega al límite del terreno, el hombre baja del carro, desata los caballos. Los chicos se apoderan de las hoces y comienzan a dar vueltas alrededor de los linderos cubiertos de hierba del terreno sembrado. Todo parece estar en orden y empezará la faena, pero se repite la escena de la casa. Un tiempo pasará sin que la actividad comience. 
Todos se detienen frente al trigal, midiendo con los ojos su extensión, de cara al sol, con la hoz en la mano, cambian una o dos palabras, como para hacer algo, pero sin decidirse a empezar. Se disputan por las hoces. Cada uno quiere tomar la mejor. La más afilada. La más nueva. El mayor se la quitara al más chico, éste a su vez cambiara la suya con el más pequeño, y al chiquitín le tocara la más usada, lo que le obligara a arrancar los tallos en vez de segarlos. Entonces la tirara furiosamente al suelo y se echara a llorar.
La siega dura varios días, y durante todo este tiempo el niño se torturará con ese utensilio usado que ya no sirve para nada. Amenaza con no trabajar, pero nadie lo toma en serio. "¡Vamos, decídanse a empezar!, el sol ya está muy alto...", grita el hombre impaciente, pero los niños no le escuchan, parecen esperar algo. 
Uno de ellos arranca una espiga. La deshace entre sus dedos. Sopla para separar la vaina. Echa los granos en su boca y habla del trigo de los vecinos, y se burla de los que no han llegado todavía al campo. Se tiran por tierra, luchan tomándose por la nunca y tironeándose, pero no empiezan el trabajo. El hombre se acerca a ellos y grita de nuevo: "¡Están locos!" El mayor ríe a carcajadas y dice a sus hermanos: "Padre hoy sí que está lleno de energía..." Los muchachos no dejan de reír. Ellos van a hacer lo más fuerte en el trabajo. Una vez que hayan empezado ya no habrá tiempo de hablar ni bromear. Por eso ríen ahora tan ruidosamente, porque durante estos minutos de espera tratan de recordar un pasado, de preparar un trabajo agotador. 
En ese instante prolongado, el más activo de ellos empieza a medir con su paso las porciones de tierra en que cada uno deberá trabajar hasta el fin. El padre no entra en esta cuenta. A él le tocará ligar las gavillas y hacer los manojos. Una vez que miden, el más decidido comienza a cortar las espigas y a tirarlas a puñados detrás suyo. En toda la extensión de la llanura, los hombres penetran en el corazón de las espigas. La siega ha empezado.
El sol sube lentamente en el cielo, tan lentamente como el hombre avanza en el interior de su campo, casi doblado en dos, durante una hora, sin atreverse a mirar detrás suyo. Cuando el segador endereza su espalda dolorida cierra los ojos. Espera que su caminar obstinado de caracol lo habrá alejado mucho de su punto de partida. Aquel que es más débil no puede dominarse, de tiempo en tiempo se vuelve y mide la distancia recorrida. Cuanto más se vuelve y más mira, menos fácil le es inclinarse sobre las raíces de las espigas. 
A veces, el segador golpea sobre la tierra con la punta de su hoz rebelde y maldice, maldice el calor insoportable del sol, entra en el campo de maíz, arranca las hojas verdes del maizal para rodearse la cintura o envolverse la cabeza, pero allí donde hay muchos niños, el padre, que debe cerrar el bache y ata las gavillas, usa también palabras punzantes e irónicas: "Atención, oye tú, cuidado... no me escuchan... cuidado, el terreno te corre..." o bien con falsa bonhomía y falsa compasión: "Reposa un poco tú..." 
Otras veces el hombre, quitándose el sombrero, saluda simulando cortesía al que mira hacia tras, y luego sigue atando sus gavillas. En ciertos casos el segador hace el trabajo con más alivio, pero cuando todos están comiendo, el aludido traga con más dificultad, los bocados se le quedan en la garganta, porque sabe que sus hermanos se burlarán de él. "No se por qué, pero toda la mañana he pensado en Badea Modan", empieza diciendo el padre con aire misterioso. 
Los chicos, interesados por la voz inquieta, escuchan con gravedad. "Badea Modan, dice el hombre, debía estar colocado en medio de la llanura del Baragan, sonando la corneta antes de la siega, para llamar a la gente a la alcaldía. 
Personalmente le di ese consejo: Oye, Modan, el diablo debiera llevarse al que no dice las cosas tal como son. Tú debías reunir a la gente en la alcaldía unos días antes de la siega..." "No, me dijo, los que tengan necesidad de alguna cosa me vendrán a buscar a mi casa". "Pero es que las gentes a veces no saben ¡Modan! ¿Cómo quieres tú que sepan que no hay nadie como tú en todas las aldeas de los alrededores? Él me respondió: "Los que tengan necesidad de mí lo sabrán..." Yo reflexionaba en eso ayer, y me decía: "Habrá que mandarlo o no mandarlo... si yo lo envío , tendré que darle a Modan un harnero lleno de harina de maíz. Porque, naturalmente, no hace las cosas por sus lindos ojos, Modan. Pero, por otra parte, uno se dice ¿qué vale un harnero lleno de harina de maíz? ¿Valdrá la pena de darle a Modan un harnero de harina de maíz por una ayuda de él?" 
"¿Pero por qué papá?", pregunta uno de los muchachos, que no entendía nada de estas alusiones. ¿"Cómo por qué?", grita el hombre fingiendo encolerizarse porque el chico no comprende de qué se trata. 
"¿Cómo por qué?, no les he dicho, acaso, no les he dicho que me preguntaba todo el tiempo si sería bueno o no enviar al más perezoso a casa de Modan..." 
"Pero ¿para hacer qué, papá?" Al oír esta pregunta el hombre se enoja más y hace una bolita con la mamaliga entre los dedos y la arroja con gesto indiferente. 
Después, en el colmo del estupor, sigue diciendo: "¿Cómo, ustedes no saben que Modan tiene la habilidad de operar la pereza? ¿No saben que en su casa tiene instrumentos que le permiten arrancarle la pereza a la gente?"
Ante esa salida inesperada, los chicos abren espantados los ojos, porque siguen sin comprender de qué se trata. De pronto, entienden, y entonces se ríen, se carcajean, se desgañitan, se revuelcan en el suelo sin dejar de reír. El segador perezoso ha enrojecido. Pero ríe también, a pesar suyo. O simula reírse.
Todo esto le pasa a gente que tiene mucho que cosechar, a los que tienen sementeras de más de tres harpantes. La mayoría de los campesinos desearía que la cosecha sobre su pedazo de tierra no tuviera fin, por eso trabajan lenta y cuidadosamente. Cortan los tallos lo más bajo posible, recogen cada espiga. Detrás de ellos, el rastrojo queda como un cepillo usado. Por haberse detenido mucho tiempo en la cosecha, la mayoría adquiere la reputación de haraganes. Los hombres que poseían lotes enteros, como los Morometzi y Dumitru Nae, se mofan de ellos, haciéndoles preguntas insidiosas como ésta: "Dime, ¿a ti te falta mucho tiempo para terminar tu cosecha?"
Los lotes de los Morometzi tenían a sus costados vecinos de ese tipo y los otros dos límites se ubicaban entre el dominio de Marica y el terreno de la iglesia. 
Moromete recorría lentamente el rastrojo en todos sentidos y pasaba a menudo por los lotes de sus vecinos. Se detenía a atar los haces, se llevaba la mano a la frente y se quedaba así más de un minuto. Después llamaba a su vecino con un grito fuerte y prolongado, como si aquél se encontrara a kilómetros de allí: "Ola, Voicu..."
Voicu Radoy no respondía. Se miraba moverse su espalda entre las raíces del trigo. Después de un tiempo se incorporaba, miraba a su vecino, y preguntaba con la mayor naturalidad y en voz baja, como si Moromete estuviera a su lado: "¿Qué me quieres?..." 
Moromete preguntaba entonces con un grito más estridente que el primero: "¿Cuánto te falta para terminar la cosecha?"
 Voicu Radoy se inclinaba de nuevo hacia la raíz de las espigas sin responder. Entonces Moromete atravesaba el rastrojo y se dirigía hacia él. El tiempo que ponía en llegar hasta allí hubiera sido bastante para echar un sueñito, a pesar de que del vecino sólo lo separaban unos cincuenta metros.
Moromete daba un paso, se detenía, arrancaba una espiga que había escapado al cuidado de sus hijos. La sostenía en su mano, la observaba, hacía mil cálculos e hipótesis sobre esta espiga. ¿Quién había cosechado por aquí? Ah, sí, fue Nila. Nila, cuando una cigüeña pase por este lugar, dile que te ayude a recoger las espigas. Nila, con las mejillas encendidas, se volvía hacia su padre. Lo miraba mientras se enjugaba el sudor de la frente y no contestaba. Volvía después a inclinarse y se apresuraba en su labor, para no quedarse atrás de los otros.
Moromete, con la espiga del trigo en la mano, se volvía hacia un lado y otro, contemplaba un haz, hundía la espiga en los manojos y seguía adelante con paso acompasado, cuidando que no lo picaran las espinas de los rastrojos. Su pie desnudo tanteaba antes de posarse, buscando un lugar para sus dedos, y recién entonces daba el paso. 
Después de un rato se detenía. Hacía calor. El aire quemaba. Los rayos del sol dardeaban sobre las cabezas con la fuerza de una hoguera gigantesca que estuviera ardiendo muy cerca, a sólo algunos metros por encima de la cabeza de los segadores. 
Moromete miraba a los lejos, atajándose la luz con una mano sobre los ojos, mientras pensaba: "¡Ay, viejo, esto quema!... se cocina uno aquí... se revienta..." 
Luego, levantando la voz: "Voicu, ¿qué haremos con este sol?... quema tanto que podríamos encender un cigarrillo. Su vecino no levantó la cabeza ni respondió
Moromete se le acercaba paso a paso con un avance lento, pero seguro. De tanto en tanto se paraba, deshacía entre sus dedos un terrón de tierra y lo miraba con aire pensativo. En el sitio de donde levantó el terrón la tierra era negra y grasosa. Un gusano se retorcía tratando de desaparecer en el agujero. Con la uña de su dedo nudoso Moromete lo aplastó, murmurando: "Suciedad, querías quedarte en el fresco, ¿verdad? Después de la cosecha habrá que hacer una buena labranza por aquí."
Prosiguió su camino, entrando en un campo de maíz, pero de pronto recordó algo y se dijo a sí mismo, con tono de desagrado: "Voy a tener que volverme, olvidé algo..." 
Regresó hasta el carro para buscar tabaco. Su vecino no tenía. Y vaciló un rato en decidirse si debía tomar también una dosis para aquél. Finalmente la tomó y se puso en marcha.
Iba muy paso a paso, cuando, de pronto, se detuvo bruscamente, inmovilizado por una voz aguda e implacable. 
Una de sus hijas interrumpió el trabajo y lo interpelaba. "Vamos, papá, ata estas espigas, pronto será de noche... qué haces paseándote todo el tiempo, dando vueltas como un huevo en un caldero..." 
Moromete contestó de mal humor, con falsa cólera. "¿Por qué gritas así? Me asustaste. ¿No voy a poder fumar un cigarrillo acaso?" 
"Al diablo con tus cigarrillos, las espigas se secan y tú te la pasas rondando a saber qué..." Pero Moromete no la escuchaba y seguía su expedición hacia el terreno del vecino.


Aquel año, durante la cosecha, Moromete no tuvo ninguna razón para no ser como era siempre, es decir un hombre que trabaja sin angustia, olvidándose de todo y perdiéndose en interminables contemplaciones en los rastrojos.
Lejos estaba de sospechar que Paraschiv pensaba que esta sería la última cosecha que iba a realizar, y menos aún que Paraschiv proyectaba aliviar el hogar paterno no solamente de los terneros y los caballos, sino de una parte de la cosecha. 
Por el contrario, Moromete constataba que sus cálculos se cumplían más allá de sus mismas esperanzas y que su apreciación de la mañana había sido justa, cuando al despertarse previo una cosecha particularmente abundante. ¿Por qué podía tener temor?
No comprendía, es cierto, la razón por la cual Paraschiv, en lugar de regocijarse al ver que el trigo no había sido nunca tan bello desde que tuviera memoria, se mostraba desganado y cosechaba como si llevara el peso de un yugo sobre la nuca. De hecho, puesto que la cosecha era tan buena, al llegar el otoño debía casarse como todo joven de su edad, pero tal vez no encontraba una muchacha que le conviniera, es decir que poseyera bastante tierra. Tal vez era esa la causa de su mal humor. Por lo menos, así lo suponía Moromete.
Nicolaie, en cambio, sin aparente razón desbordaba de alegría. Las muchachas también se habían resignado a que se llevaran los carneros, y la madre no cesaba de alabar a Dios por el maná celeste que comía, como ella llamaba al trigo que el cielo le había deparado.
Como siempre Moromete se las arregló más o menos al atar las espigas, y cuando al cabo de varias horas el sol estuvo en lo alto y pegaba más fuerte sobre la nuca del hombre, éste plantó tranquilamente su hoz en una mata de trigo y determinó descansar, diciéndose con una voz que parecía una amenaza: "Ya me voy de aquí", y tranquilamente se dirigió hacia el carro donde estaba su tricota y su tabaco. Y en seguida enfiló hacia el campo del vecino. 
Sus hijos lo vieron primero irse hacia un lado, pero después constataron que estaba del lado opuesto, y cuando todos se dispusieron a comer, habla desaparecido, y no se supo hacia dónde. 
Tuvieron que llamarlo a voces varias veces. Nicolaie se subió sobre la caja del carro y gritó con todas sus fuerzas: "¡Papá!..." "¿Qué quieres?", respondió de pronto Moromete.
Estaba allí, muy cerca, con su vecino, sentado en el suelo, y las espigas lo ocultaban.
Las muchachas bajaron la comida del carro y tendieron un toldo de junco para dar sombra. La madre encendió el fuego e hizo calentar una gran marmita llena de habichuelas hervidas. A la claridad del día, el fuego de las pajas crepitaba, y sus llamas eran unas amarillas, otras blancas, como el aire vivo de la mañana. Las mujeres se equivocaban y se quemaban las manos en las llamaradas invisibles. 
Esperando la comida, Paraschiv y Nila se tumbaron boca abajo a la sombra del carro. La cara de Nila se miraba más grande y congestionada por el calor. Daba la sensación de enfermo, como si tuviera fiebre y sufriera en silencio sus pensamientos confusos.
"No hay nada que hacer, dijo Moromete, acercándose al carro. Voicu dice que esto no es nada todavía, que hay que esperar a mediodía, cuando el sol esté sobre nuestra cabeza. Nos va a derretir..."
En lo alto del carro Nicolaie balaba como un cordero:
"Bájate, te has trepado allí para que las gentes te vean", le dijo su hermana mayor...
"Déjalo tranquilo, ha trabajado mucho...", lo defendió su padre, sentándose a la sombra del toldo. "En la escuela se porta muy bien, hasta ha obtenido un primer premio, y aquí no lo hace tan mal", añadió, alabándolo, Moromete.
"Pero, papá, lloriqueó Nicolaie, no comprendiendo que se trataba de alabarlo, me porté muy bien en la escuela, y aquí he cosechado bien. Ilinca puede decirlo..."
"Ya lo creo, los has aprendido bien y sostienes tu hoz como una cigüeña."
"A comer...", dijo la madre colocando la fuente de habichuelas a la sombra del toldo.
Moromete miró la cacerola. No le habían dicho que las habichuelas habían sido retiradas del fuego hace un instante. Una película se formó sobre su superficie como si estuvieran enfriándose. 
Paraschiv y Nila salieron de bajo el carro y se acercaron a la olla. Moromete tomó un pedazo de mamaliga, lo hundió en el plato de habichuelas y distraídamente se lo llevó a la boca. En el mismo instante todo su cuerpo se puso rígido, con la cara muy roja y las lágrimas le saltaron por sus ojos, pero en lugar de beber un sorbo de agua para aplacar su quemadura, se contuvo y se volvió a sus hijas.
"¿Por qué no han calentado estas habichuelas?", dijo con aire distraído y expresión impenetrable. No habló en voz muy alta, así que la madre que sacaba unas cebollas del cajón del carro no lo oyó, y no pudo por lo tanto contestarle que acababa de retirar la cacerola del fuego.
"Ves, mamá, ¿qué estás haciendo allí?", preguntó Tita. "Y tú Nicolaie déjate de echarte sobre mi espalda... quédate tranquilo, lástima que no puedes estar bumben..."
"¿Qué quiere decir bumben?", dijo Moromete sorprendido.
"Quería decir que Nicolaie estaría mejor si estuviera enfermo, enrollado como una bola, con el pandero al aire."
Paraschiv parecía estar solo.
Sin esperar a que todos estuvieran sentados, tomó como su padre un pedazo de mamaliga y se sirvió copiosamente las habichuelas. En el mismo instante Moromete fijó los ojos en él con atención. Paraschiv, voraz y aturdido, tragó de un solo golpe un gran bocado, y de inmediato un estupor indecible se pintó en su cara y lanzó un alarido de dolor.
"Toma Paraschiv, bebe un poco de agua", dijo Moromete extendiéndole el barrilito. "¿Te has quemado...?"
"Figúrate, yo creí que estaba frío", dijo él, ingenuamente.
Con ojos brillantes Nicolaie miraba a su padre y a Paraschiv. La madre no comprendía nada de lo que estaba pasando.
"¿Qué es lo que tú creías que estaba frío?"
"Esas habichuelas...", dijo Moromete.
"Acabo de retirarlas del fuego...", gritó la madre.
Las muchachas se ahogaban de risa y Nicolaie entendió por fin, echándose a reír delirante de gozo y mostrando a Paraschiv con el dedo. Éste, gesticulando, bebiendo agua, volvió de pronto el barrilito y lanzó a Nicolaie una bofetada con toda la mano, pero éste no sintió el dolor, porque la cólera de su hermano le hacía gracia. Aun Nila se retorcía de risa.
"Sólo tienes tonterías en la cabeza...", dijo la madre, con aire enojado, sin mirar a su marido. "No te podías callar... No sólo no has trabajado nada hoy, sino, además, no es serio lo que haces."
"Pero ¿qué es lo que he dicho?", exclamó Moromete con aire inocente, desencadenando de nuevo las risas que se habían calmado. "Yo vi las habichuelas y cuando las vi, vi que no humeaban y creí que estaban frías. Por eso pregunté por qué no las habían calentado... ¿Cómo podía saber que estaban hirvientes?..."
Tita, que apenas había retomado su aire serio, tragó un bocado de mamaliga y estalló de nuevo en risas, ahogándose, con la cara roja. Su madre le dio un pescozón, al tiempo de decirle: "¿No tienes vergüenza...?"
Todos callaron y continuaron comiendo en silencio.
"Voicu Radoy, dijo de pronto Moromete, viene a cosechar por la mañana, no muy temprano, porque en la mañana es agradable dormir y no es agradable madrugar, y además hay tiempo durante el resto del día. Cuando detiene su carro y desciende, contempla largamente su terreno y dice: ¡Buenos días, tierrita!, y la tierra responde: ¡Gracias por tu deseo, Voicu! Después de haberla mirado largamente, Voicu pregunta: ¿Me empezaré a ocupar de ti, tierrita?...
"¿Y la tierra qué le contesta, papá?", preguntó Hinca, viendo que su padre no se apresuraba a dar la respuesta...
"Qué querías que le conteste... no iba a discutir con Voicu, ¿verdad? Simplemente le dijo: Me puedes dejar como estoy y regresar a tu casa."
Moromete no era del todo justo al hablar así. A su vecino le gustaba trabajar, pero le apenaba la idea de que ventas sucesivas habían disminuido su lote. Cada vez que, al bajar de su carro, miraba lo que le restaba de tierra, se quedaba pensativo, sin decidirse a empezar la faena.
"Hace unos quince años hubo una gran hambruna, lo recuerdo como si fuera ayer. Voicu llegaba con su carro y en su carro su mujer, siguió contando Moromete, después de un silencio. Era entonces un hombre vigoroso y no jorobado como está ahora... ¡Ah, pobre viejo!, añadió Moromete, recordándolo. Tiempo de perros aquella época. El sol subía en el horizonte, pero aunque fuera mediodía, no teníamos nada que comer. Comíamos una vez por día y aún... Escucha, me decía mi mujer, la madre de ustedes, dos o tres días después de la cosecha, comamos algo, ya no puedo más. Yo comería, le respondí, pero qué haremos después, de aquí a la noche. Voicu también contemplaba el cielo, pero no fue sino mucho más tarde cuando supimos que ni él ni su mujer no tenían nada que comer. Un día, en el momento de sentarnos a comer, yo le dije: "Ven a comer con nosotros, Voicu". 
Le dije, sin darme cuenta, por decir algo, y Voicu debió responderme como se hace en esos casos: "No, gracias, yo ya he comido." 
Pero, en vez de eso callaba. "Oye, dije yo espantado a la madre de ustedes, ¿crees que Voicu tendrá la intención de comer con nosotros y por eso se calla?, y ella me respondió: "No te preocupes, él no vendrá, sabe bien que cuando uno quiere invitar a alguien a comer insiste por lo menos tres veces. "No repetí mi invitación, pero eso no cambió las cosas, aunque lo había invitado una sola vez, Voicu plantó su hoz y me respondió al cabo de un momento: "Aceptaría comer un bocado con ustedes."
Cuando lo oí me corrió frío por la espalda. Era una mala pasada. Creíamos que tendría con qué comer y que vendría solamente a juntar su comida con la nuestra, para que así le alcanzara hasta la noche. La verdad es que nosotros teníamos en todo y por todo un poco de mamaliga, no más grande que la mitad de un puño. Todavía ahora Voicu se ríe cuando se acuerda.
"No creo que le dé mucha gana de reír recordando eso, porque la verdad es que aquel año tuvo que vender tres harpantes de tierra y nosotros mismos nos vimos obligados a vender un harpante."
Como se hablaba de ese harpante que se había vendido para que no murieran de hambre Paraschiv, Nila y Achim las muchachas recordaron que su padre les prometió poner a su nombre y al de su madre la casa paterna y la huerta, pero hasta ese día no había cumplido su promesa.
"No vamos a recordar ahora historias que no vienen al caso, ni de bueyes volando, dijo la mayor con una voz intencionada y lanzando una mirada rencorosa a Paraschiv.
"Puesto que tenemos vacas, por qué no hablar de bueyes", contestó bromeando Paraschiv, con un relámpago de satisfacción en la mirada al pronunciar la palabra vaca.
Altanera, la muchacha no contestó nada, pero se alejó del carro a descansar un poco más lejos, bajo una enramada. Castigaba así a su madre obligándola a levantar sola los restos de la comida, pero la madre lo hizo con la mayor naturalidad, mientras los otros se acostaban cada uno por su lado. Sólo Nicolaie no se sentía fatigado, y cuando su madre cerró el cofre del carro y buscó también un lugar en la sombra para descansar, él la siguió. Nicolaie había recibido una reprimenda por la culpa de Bisisica, y ahora le caía otra en la espalda. Intimidado, no se atrevió a hablar. No sabía cómo llamar la atención de su madre. Rehusaba ella escucharlo, y menos aún comprenderlo.
"Mamá, mamá...", insistía, caminando detrás de ella, y cuando a su vez la madre se tendió en la tierra para reposar a la sombra de una enramada, él se sentó junto a ella y de nuevo insistió suavemente.
Un gran silencio se extendía sobre el campo. Todo parecía aplastado por el calor, inmóvil. Acurrucado cerca de su madre, Nicolaie murmuró con una voz a la que la voluntad y el temor a la vez daban tanta pureza, que ella no pudo resistirse a abrir los ojos:
"¿Qué quieres, hijito?...", le preguntó, rota de fatiga. "¿Por qué me llamas, y por qué no reposas un poco tú también?..."
Nicolaie volvió hacia ella sus ojos despabilados, llenos de esperanza y de inquietud...
"¿Le has hablado a papá?", preguntó a su madre con una voz tímida y como angustiado por el temor de que no hubiera escuchado su ruego.
"Sí, le hablé, Nicolaie, ya le hablé, pero déjame tranquila ahora. Vete un poco más lejos...", le suplicó sabiendo que no hallaría cómo resistir al ruego de este hijo. "Vete un poco más lejos, déjame descansar..."
Nicolaie no se alejó, y ella no pudo reposar. El muchacho se mantenía a su lado, acurrucado, con el cuerpo de costado y la cabeza inclinada hacia el rastrojo.
"Me voy a ir, te prometo que me voy a ir, pero ruega a papá que me lo permita", volvió él a insistir, rascando con los dedos la tierra recalentada. "Dile, mamá, que yo he sido el primero de la clase, a pesar de que no voy todos los días a la escuela y si papá acepta, no le costará nada. Estudiaré mucho, ya verás. Obtendré una beca, y además, mamá, ¿qué haré yo todo el invierno en la casa? Cuando vuelva para las vacaciones cosecharé con ustedes. Sólo estaré ausente primavera y otoño, y aun en otoño, durante las labranzas, yo no hago gran cosa, y en la primavera, en la época del vinaje, el año escolar está ya casi terminado. Y cuando haya que empezar a cavar, yo ya estaré aquí de vuelta, sin que cueste nada, mamá, en ocho años..."
Nicolaie no miraba ya el rastrojo, sino miraba a su madre, repitiéndole en voz baja, con pasión devoradora:
"Mamá, en ocho años yo también sería maestro de escuela, y entonces..."
"¿Qué es lo que estás contando, Nicolaie?", gritó de pronto la hermana mayor, y el chico se quedó sobresaltado ante esa voz cortante e implacable.
"Espera un poco que ahora mismo yo voy a hacerte pope, y así no necesitas ser maestro...", dijo Hinca, que estaba cerca.
Las dos hermanas habían oído toda la conversación, pero Nicolaie no se sublevó como otras veces. Ellas eran malas y tenían mucha influencia. El chico comprendió que le sería imposible conseguir nada sin su anuencia.
"No me retes así, Hinca", le suplicó, y la muchacha se extrañó de que el chico hosco en otros tiempos, se hubiera suavizado tanto. Entonces lo miró con altanería, pero con cierta benevolencia.
"¿Un tonto como tú pretende ser maestro?"
"¡Cállate, Hinca? ¿Por qué lo tratas de tonto?", dijo la madre con enojo.
"¿Acaso no he sido el primero de la clase?", insistió Nicolaie.
"¿Y eso qué prueba...?"
"Oigan ustedes, ¿se reposa o no?", gritó Moromete, que estaba acostado cerca del carro.
Nicolaie tenía un aire tan triste, que daba pena verlo.
Cuando recomenzó el trabajo, Moromete, intrigado, preguntó en voz baja a la madre qué le había dicho el chico. Él no había olvidado la historia del primer premio, y el acceso de fiebre. La emoción que se había apoderado de él en aquellos días dejó en su corazón una huella profunda. Había en todo eso algo incomprensible. No podía escapar a un sentimiento de culpabilidad, que se insinuaba cada vez que veía los grandes ojos ardientes y la cara morena y pálida del muchacho. Se sentía Moromete tanto más fastidiado, cuanto que él hacía lo que creía mejor. Evitaba hacerlo trabajar demasiado, y el chico estaba siempre bien alimentado. Entonces a qué se podrían atribuir esas fiebres que lo atormentaban. La madre le dijo cuál era la idea del muchacho y Moromete se echó a reír.
"¿Es cierto, Nicolaie, que por eso estás triste? Tranquilízate. Haremos de ti un maestro y aun un pope, si tú quieres..."
"Pero...", dijo Nicolaie con un mohín, casi a punto de llorar.
"Puedes creerme, es mejor ser pope, le dijo su padre consolándolo. Comerás siempre el pastel de los muertos y las mujeres te llenarán los bolsillos de dinero para que digas misas..."
Las muchachas se echaron a reír y dijeron al chico que pusiera un toldo sobre las espigas. Paraschiv dijo bromeando:
"Nicolaie, si eres capaz de volverte maestro, responde a esta pregunta: ¿Qué cubre al gato?... si lo sabes, podrás ser maestro", dijo Paraschiv.
"Dejen tranquilo a ese chico...", intervino el padre, pero no cesaron de molestarlo, se burlaban de él, y cuando Nicolaie, sentado en tierra, ocultó su cara entre sus brazos cruzados, las muchachas volvieron a gritarle porque no había extendido los toldos. Pero él no se movió. Los otros todos quedaron estupefactos al oír, al escuchar un sollozo desgarrador e inesperado. Su confianza burlada, su deseo pisoteado atormentaban al chico, el cual, con sus desesperados sollozos, acusaba a los demás. Entonces todos se enojaron contra él y le ordenaron que se levantara. La madre protestó e hizo callar a las hijas. El padre, acercándose a Nicolaie, lo tomó por el brazo. El chico quiso desprenderse de su mano, pero su padre lo levantó en vilo, como se alza un ave por el ala. Lo obligó a mantenerse de pie. Al mismo tiempo le explicaba que era malo eso de llorar como un tonto que no sabe de bromas.
"Déjame", dijo el muchacho arrancándose furiosamente de la mano de su padre, y se dirigió a través del rastrojo en dirección al camino.
"Con que es así...", dijo Moromete y ordenó a una de las muchachas que lo alcanzara y le diera unos buenos golpes.
Hinca partió decidida a traerlo de las orejas, pero cuando iba a tomarlo, Nicolaie le dio cerca de los ojos un golpe que la hizo chillar.
"Que los perros te coman el corazón"..., le gritó Nicolaie, tirándole de los cabellos.
"¿Pero qué le pasa a ese muchacho?", se asombró el padre, tratando de dominar su cólera. "Déjalo tranquilo, Hinca. Vuelve tú y que él se vaya..."
Lo dejaron tranquilo, pero Nicolaie no se dio por vencido; a una cierta distancia se sentó en el suelo con la cabeza entre las rodillas. Las horas pasaban, sin que cambiara de lugar. A mediodía, cuando todos se reunieron para el almuerzo, Nicolaie no se levantó, ni vino a comer con los demás.
Esta vez Moromete se enojó de veras. Fue hacia donde estaba el muchacho y le preguntó:
"En realidad, Nicolaie, ¿qué es lo que quieres?... ¿Quieres ir a la escuela?... ¿pero pretendes irte ahora mismo, hoy?... ¿no te habrás vuelto loco?, ¿No?..., y se santiguó diciendo: "Vienes en el carro con todos por la mañana, te pones a cosechar como un buen chico, aprendes a manejar la hoz, y de pronto la idea de ir a la escuela te asalta, de irte inmediatamente, ¿ahora quieres ir...?"
"Te dije antes de ayer lo que me había dicho el señor Teodoresco de la beca, y no me has contestado nada..."
"Si fueras un muchacho sensato, yo te querría más, respondió el padre. Un chico inteligente dice una vez lo que tiene que decir, pero no lo está repitiendo todo el tiempo. Ya me lo has dicho una vez y basta..."
Era casi una promesa. En todo caso su padre le había dejado comprender que en la familia no sólo era Paraschiv, Nila y Achim, el banco y la propiedad los que ocupaban el pensamiento de su padre, ahora se preocuparía también por Nicolaie.


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