-traducción de Miguel Ángel Asturias
Durante muchas semanas, las aldeas de la
llanura quedaron desiertas. Empezaba a hacer calor al levantarse el sol, y
aunque algunas veces, durante la noche, el cielo se cubría de nubes, al día
siguiente las nubes desaparecían y dejaban límpidas las profundidades del azul
del cielo para el ardor incesante y agotador de los días de verano.
En esa época en que las bestias arañan la tierra ansiosas de un poco de frescor, o se lanzan atolondradas buscando el amparo de una sombra, la vida de los hombres abandona la aldea y se traslada al campo, bajo el sol implacable de la llanura. Los carros enfilan la ruta antes de perderse el lucero del alba. Los hombres que van a los campos atraviesan las tierras por innumerables caminos y senderos, donde las ruedas de los carros crujen. Por aquí, por allá, se alzan las voces, con tono excepcionalmente humano, azuzando a las bestias para acelerar la marcha.
La mañana se baña en una claridad blanquecina, y en la aldea resuena todavía el canto de los gallos. El hombre se levanta, engancha los caballos, despierta a sus hijos, y se da prisa dentro del cercado. No hay nada especial que hacer. La partida en ese primer día de la cosecha parece ser una cosa normal y, sin embargo, el carro y los caballos esperan desde hace largo tiempo frente a la casa. El hombre y sus hijos están listos. Y la hoz y el barrilito lleno de agua fresca colocados en el carro, así como la comida que ha sido preparada la víspera. ¿Por qué, se pregunta uno, está el carro hace tanto tiempo allí? El hombre da vueltas en un mismo lugar, lanza una mirada a la huerta, atraviesa el patio, entra en la casa, llama a la mujer sin razón ninguna, simplemente para preguntarle si ha puesto la comida en el carro. Ella le responde enojada que hace rato que la comida está allí, pero el marido no la oye, no la escucha, sale con aire grave, apresurado, preocupado, se diría que ha sucedido algo, no se sabe qué, que algo de importancia se le ha olvidado.
Se acerca al carro, busca las hoces, que están cuidadosamente alineadas entre los ponchos que acolchonan el lateral. Cuenta cuántas son las hoces, verifica si están afiladas, pone todo a un lado para revisar también las marmitas llenas de sopa de hierba y de mamaliga humeante. Tapa todo rápidamente, como si les desagradara ver que estaba todo en orden. Pasa junto a los caballos, que esperan tranquilamente con el belfo caído, y cuando el hombre se acerca, una de las bestias lanza un profundo suspiro. Examina los arneses, toma las riendas, arregla los bozales, ajusta el cabezal y luego afloja el freno.
En ese mismo instante, la mujer desde el umbral dice gritando furiosa: "¿Qué es lo que esperas? ¿...No has acabado de dar vueltas alrededor del carro? ¿Hasta cuándo vas a estar embelesado? ¡Vamos, decídanse a partir...!"
En esa época en que las bestias arañan la tierra ansiosas de un poco de frescor, o se lanzan atolondradas buscando el amparo de una sombra, la vida de los hombres abandona la aldea y se traslada al campo, bajo el sol implacable de la llanura. Los carros enfilan la ruta antes de perderse el lucero del alba. Los hombres que van a los campos atraviesan las tierras por innumerables caminos y senderos, donde las ruedas de los carros crujen. Por aquí, por allá, se alzan las voces, con tono excepcionalmente humano, azuzando a las bestias para acelerar la marcha.
La mañana se baña en una claridad blanquecina, y en la aldea resuena todavía el canto de los gallos. El hombre se levanta, engancha los caballos, despierta a sus hijos, y se da prisa dentro del cercado. No hay nada especial que hacer. La partida en ese primer día de la cosecha parece ser una cosa normal y, sin embargo, el carro y los caballos esperan desde hace largo tiempo frente a la casa. El hombre y sus hijos están listos. Y la hoz y el barrilito lleno de agua fresca colocados en el carro, así como la comida que ha sido preparada la víspera. ¿Por qué, se pregunta uno, está el carro hace tanto tiempo allí? El hombre da vueltas en un mismo lugar, lanza una mirada a la huerta, atraviesa el patio, entra en la casa, llama a la mujer sin razón ninguna, simplemente para preguntarle si ha puesto la comida en el carro. Ella le responde enojada que hace rato que la comida está allí, pero el marido no la oye, no la escucha, sale con aire grave, apresurado, preocupado, se diría que ha sucedido algo, no se sabe qué, que algo de importancia se le ha olvidado.
Se acerca al carro, busca las hoces, que están cuidadosamente alineadas entre los ponchos que acolchonan el lateral. Cuenta cuántas son las hoces, verifica si están afiladas, pone todo a un lado para revisar también las marmitas llenas de sopa de hierba y de mamaliga humeante. Tapa todo rápidamente, como si les desagradara ver que estaba todo en orden. Pasa junto a los caballos, que esperan tranquilamente con el belfo caído, y cuando el hombre se acerca, una de las bestias lanza un profundo suspiro. Examina los arneses, toma las riendas, arregla los bozales, ajusta el cabezal y luego afloja el freno.
En ese mismo instante, la mujer desde el umbral dice gritando furiosa: "¿Qué es lo que esperas? ¿...No has acabado de dar vueltas alrededor del carro? ¿Hasta cuándo vas a estar embelesado? ¡Vamos, decídanse a partir...!"
Pero el carro no se mueve. Algo acaso se
olvidaba. "Ah, sí... es preciso que venga el chico con nosotros",
dice el hombre con voz grave, acercándose al lecho instalado sobre la prispa.
Allí, entre las mantas duerme un niño de cinco a seis años. Todos esos ruidos fuertes y prolongados no lo han sacado de su sueño. Duerme con respiración tranquila, hundido en profundo reposo. "¡Levántate, ven con nosotros a la colina...!"
La mujer empieza a gritar: "Deja al niño tranquilo..." Lo va a necesitar ella para preparar la comida de las gallinas, para cortar las hierbas para la sopa, traer tal o tal cosa, llevar la comida a mediodía. El hombre no le hace caso. Piensa que se las arreglará sola. El muchacho debe venir al campo para echar las espigas en los surcos, cuidar los caballos y aprender a manejar la hoz.
La mujer discute, pero el hombre no la escucha. Saca las mantas que cubren a la criatura que continúa durmiendo, pasa la mano alrededor de su frágil cintura y lo toma en brazos. Lo lleva así hasta el carro y lo instala sobre las otras mantas y trapos que allí se amontonan. El chico se despierta, pero vuelve a dormirse en seguida. "Ya está. ¡Nos vamos!. .., grita el hombre... ¡eh, tú, abre la puerta! ¡sube al carro! ¡mira dentro del cajón si no falta nada! ¿El barrilito está allí? ¿Y tú, mujer, dónde estás? ¿Has puesto la comida en el carro?..."
Allí, entre las mantas duerme un niño de cinco a seis años. Todos esos ruidos fuertes y prolongados no lo han sacado de su sueño. Duerme con respiración tranquila, hundido en profundo reposo. "¡Levántate, ven con nosotros a la colina...!"
La mujer empieza a gritar: "Deja al niño tranquilo..." Lo va a necesitar ella para preparar la comida de las gallinas, para cortar las hierbas para la sopa, traer tal o tal cosa, llevar la comida a mediodía. El hombre no le hace caso. Piensa que se las arreglará sola. El muchacho debe venir al campo para echar las espigas en los surcos, cuidar los caballos y aprender a manejar la hoz.
La mujer discute, pero el hombre no la escucha. Saca las mantas que cubren a la criatura que continúa durmiendo, pasa la mano alrededor de su frágil cintura y lo toma en brazos. Lo lleva así hasta el carro y lo instala sobre las otras mantas y trapos que allí se amontonan. El chico se despierta, pero vuelve a dormirse en seguida. "Ya está. ¡Nos vamos!. .., grita el hombre... ¡eh, tú, abre la puerta! ¡sube al carro! ¡mira dentro del cajón si no falta nada! ¿El barrilito está allí? ¿Y tú, mujer, dónde estás? ¿Has puesto la comida en el carro?..."
La puerta cochera se abre prontamente, como
si el patio se deslizara sobre la ruta, o la ruta penetrara en el patio por la
abertura de la puerta. El carro se pone en movimiento con ruido sordo y
franquea la pasarela. Ya en el camino, se detiene todavía una vez y lanza una última mirada. A veces se puede
olvidar algo. La mujer, que ha encontrado la cosa olvidada, un pedazo de queso,
una cebolla, un huevo, una cuchara, o peor todavía, la
sal, corre para alcanzarles todo esto a los segadores. Sobre todo si han
olvidado la sal, el trapo blanco en que está la
sal.
La mujer corre como una loca, atraviesa el cercado y se precipita hacia el carro. El hombre abre y cierra los puños, jura y amenaza con castigarla, pero la mujer no le teme. Coloca el paquetito con la sal en el canasto de la comida y le reprocha al hombre que haya demorado tanto en largarse con tantos preparativos; no es extraño que le haga perder la cabeza.
La mujer corre como una loca, atraviesa el cercado y se precipita hacia el carro. El hombre abre y cierra los puños, jura y amenaza con castigarla, pero la mujer no le teme. Coloca el paquetito con la sal en el canasto de la comida y le reprocha al hombre que haya demorado tanto en largarse con tantos preparativos; no es extraño que le haga perder la cabeza.
Por todos lados, por todas las calles y
senderos salen de la aldea los carros, y antes que se levante el sol, las casas
quedan vacías, sin vida, las calles desiertas, mientras que el silencio y el
calor se instalan como amos absolutos, durante semanas y semanas.
El carro recorre el campo y se acerca a la
extremidad del terreno. Durante todo el tiempo que dura la marcha, los hombres
no hablan entre ellos. Conducen en silencio sus caballos. Un carro tras de
otro, sin mirarse, con una prisa tranquila, porque en ese momento nada tiene
importancia, sino el pensamiento dirigido a ese pedazo de tierra donde el trigo
tal vez ya ha crecido y madurado.
El sol empieza a apuntar. La llanura se
despeja de los velos blanquecinos de la neblina y del rocío que la cubrían y su extensión palpita en una inmensidad de fuego que quema los ojos y el
cuerpo del hombre y lo arranca de su propio ser, le quita todas las
preocupaciones aplastantes y agotadoras, como quien se reconstruye bajo una
nueva forma. Las flores azules de la chicorea, con los pétalos de un azul más puro que la profundidad del
cielo, aparecen de tanto en tanto al borde de los senderos estrechos, y el
viento ligero de la mañana da al trigo la ondulación del mar, y la alondra que escapa entre las espigas sube recto
hacia el cielo profundo y luminoso, y las temblorosas codornices, y las cigüeñas de marcha acompasada, y la flor amarilla de las espigas del
trigo que no ha madurado se expanden en el aire y los caminos que dejan la
aldea lejos, hacia atrás, y las hierbas tupidas al borde
de los senderos, entre los cardos cuyas flores inmanta el ojo a la distancia, todo
sale con vigor de la vida del campo y penetra en el hombre,
subyugándolo. Él trata de captar este espejismo, guardarlo para siempre en su
interior y, como no lo consigue, fustiga sus caballos con el látigo airado y se precipita hacia la tierra en que crece el trigo.
Las bestias detienen el paso, resoplan y rehúsan trotar. Un potrillo relincha a
lo lejos y otro relincho inquieto le responde. El potrillo que ha quedado atrás corre, ágilmente, con las crines al
viento, salta y golpea sus cascos no más
grandes que los puños de un niño y se lanza imitando el galope
de los caballos. El hombre ríe entonces suavemente. Desaparece
su obsesión. Una alegría tranquila, casi inadvertida
para él, pero luminosa y eterna como el cielo, lo penetra y se
transparenta en su cara.
Cuando llega al límite
del terreno, el hombre baja del carro, desata los caballos. Los chicos se
apoderan de las hoces y comienzan a dar vueltas alrededor de los linderos
cubiertos de hierba del terreno sembrado. Todo parece estar en orden y empezará la faena, pero se repite la escena de la casa. Un tiempo pasará sin que la actividad comience.
Todos se detienen frente al trigal, midiendo con los ojos su extensión, de cara al sol, con la hoz en la mano, cambian una o dos palabras, como para hacer algo, pero sin decidirse a empezar. Se disputan por las hoces. Cada uno quiere tomar la mejor. La más afilada. La más nueva. El mayor se la quitara al más chico, éste a su vez cambiara la suya con el más pequeño, y al chiquitín le tocara la más usada, lo que le obligara a arrancar los tallos en vez de segarlos. Entonces la tirara furiosamente al suelo y se echara a llorar.
La siega dura varios días, y durante todo este tiempo el niño se torturará con ese utensilio usado que ya no sirve para nada. Amenaza con no trabajar, pero nadie lo toma en serio. "¡Vamos, decídanse a empezar!, el sol ya está muy alto...", grita el hombre impaciente, pero los niños no le escuchan, parecen esperar algo.
Uno de ellos arranca una espiga. La deshace entre sus dedos. Sopla para separar la vaina. Echa los granos en su boca y habla del trigo de los vecinos, y se burla de los que no han llegado todavía al campo. Se tiran por tierra, luchan tomándose por la nunca y tironeándose, pero no empiezan el trabajo. El hombre se acerca a ellos y grita de nuevo: "¡Están locos!" El mayor ríe a carcajadas y dice a sus hermanos: "Padre hoy sí que está lleno de energía..." Los muchachos no dejan de reír. Ellos van a hacer lo más fuerte en el trabajo. Una vez que hayan empezado ya no habrá tiempo de hablar ni bromear. Por eso ríen ahora tan ruidosamente, porque durante estos minutos de espera tratan de recordar un pasado, de preparar un trabajo agotador.
En ese instante prolongado, el más activo de ellos empieza a medir con su paso las porciones de tierra en que cada uno deberá trabajar hasta el fin. El padre no entra en esta cuenta. A él le tocará ligar las gavillas y hacer los manojos. Una vez que miden, el más decidido comienza a cortar las espigas y a tirarlas a puñados detrás suyo. En toda la extensión de la llanura, los hombres penetran en el corazón de las espigas. La siega ha empezado.
Todos se detienen frente al trigal, midiendo con los ojos su extensión, de cara al sol, con la hoz en la mano, cambian una o dos palabras, como para hacer algo, pero sin decidirse a empezar. Se disputan por las hoces. Cada uno quiere tomar la mejor. La más afilada. La más nueva. El mayor se la quitara al más chico, éste a su vez cambiara la suya con el más pequeño, y al chiquitín le tocara la más usada, lo que le obligara a arrancar los tallos en vez de segarlos. Entonces la tirara furiosamente al suelo y se echara a llorar.
La siega dura varios días, y durante todo este tiempo el niño se torturará con ese utensilio usado que ya no sirve para nada. Amenaza con no trabajar, pero nadie lo toma en serio. "¡Vamos, decídanse a empezar!, el sol ya está muy alto...", grita el hombre impaciente, pero los niños no le escuchan, parecen esperar algo.
Uno de ellos arranca una espiga. La deshace entre sus dedos. Sopla para separar la vaina. Echa los granos en su boca y habla del trigo de los vecinos, y se burla de los que no han llegado todavía al campo. Se tiran por tierra, luchan tomándose por la nunca y tironeándose, pero no empiezan el trabajo. El hombre se acerca a ellos y grita de nuevo: "¡Están locos!" El mayor ríe a carcajadas y dice a sus hermanos: "Padre hoy sí que está lleno de energía..." Los muchachos no dejan de reír. Ellos van a hacer lo más fuerte en el trabajo. Una vez que hayan empezado ya no habrá tiempo de hablar ni bromear. Por eso ríen ahora tan ruidosamente, porque durante estos minutos de espera tratan de recordar un pasado, de preparar un trabajo agotador.
En ese instante prolongado, el más activo de ellos empieza a medir con su paso las porciones de tierra en que cada uno deberá trabajar hasta el fin. El padre no entra en esta cuenta. A él le tocará ligar las gavillas y hacer los manojos. Una vez que miden, el más decidido comienza a cortar las espigas y a tirarlas a puñados detrás suyo. En toda la extensión de la llanura, los hombres penetran en el corazón de las espigas. La siega ha empezado.
El sol sube lentamente en el cielo, tan
lentamente como el hombre avanza en el interior de su campo, casi doblado en
dos, durante una hora, sin atreverse a mirar detrás suyo. Cuando el segador
endereza su espalda dolorida cierra los ojos. Espera que su caminar obstinado
de caracol lo habrá alejado mucho de su punto de partida. Aquel que es más
débil no puede dominarse, de tiempo en tiempo se vuelve y mide la distancia
recorrida. Cuanto más se vuelve y más mira, menos fácil le es inclinarse sobre
las raíces de las espigas.
A veces, el segador golpea sobre la tierra con la punta de su hoz rebelde y maldice, maldice el calor insoportable del sol, entra en el campo de maíz, arranca las hojas verdes del maizal para rodearse la cintura o envolverse la cabeza, pero allí donde hay muchos niños, el padre, que debe cerrar el bache y ata las gavillas, usa también palabras punzantes e irónicas: "Atención, oye tú, cuidado... no me escuchan... cuidado, el terreno te corre..." o bien con falsa bonhomía y falsa compasión: "Reposa un poco tú..."
Otras veces el hombre, quitándose el sombrero, saluda simulando cortesía al que mira hacia tras, y luego sigue atando sus gavillas. En ciertos casos el segador hace el trabajo con más alivio, pero cuando todos están comiendo, el aludido traga con más dificultad, los bocados se le quedan en la garganta, porque sabe que sus hermanos se burlarán de él. "No se por qué, pero toda la mañana he pensado en Badea Modan", empieza diciendo el padre con aire misterioso.
Los chicos, interesados por la voz inquieta, escuchan con gravedad. "Badea Modan, dice el hombre, debía estar colocado en medio de la llanura del Baragan, sonando la corneta antes de la siega, para llamar a la gente a la alcaldía.
Personalmente le di ese consejo: Oye, Modan, el diablo debiera llevarse al que no dice las cosas tal como son. Tú debías reunir a la gente en la alcaldía unos días antes de la siega..." "No, me dijo, los que tengan necesidad de alguna cosa me vendrán a buscar a mi casa". "Pero es que las gentes a veces no saben ¡Modan! ¿Cómo quieres tú que sepan que no hay nadie como tú en todas las aldeas de los alrededores? Él me respondió: "Los que tengan necesidad de mí lo sabrán..." Yo reflexionaba en eso ayer, y me decía: "Habrá que mandarlo o no mandarlo... si yo lo envío , tendré que darle a Modan un harnero lleno de harina de maíz. Porque, naturalmente, no hace las cosas por sus lindos ojos, Modan. Pero, por otra parte, uno se dice ¿qué vale un harnero lleno de harina de maíz? ¿Valdrá la pena de darle a Modan un harnero de harina de maíz por una ayuda de él?"
"¿Pero por qué papá?", pregunta uno de los muchachos, que no entendía nada de estas alusiones. ¿"Cómo por qué?", grita el hombre fingiendo encolerizarse porque el chico no comprende de qué se trata.
"¿Cómo por qué?, no les he dicho, acaso, no les he dicho que me preguntaba todo el tiempo si sería bueno o no enviar al más perezoso a casa de Modan..."
"Pero ¿para hacer qué, papá?" Al oír esta pregunta el hombre se enoja más y hace una bolita con la mamaliga entre los dedos y la arroja con gesto indiferente.
Después, en el colmo del estupor, sigue diciendo: "¿Cómo, ustedes no saben que Modan tiene la habilidad de operar la pereza? ¿No saben que en su casa tiene instrumentos que le permiten arrancarle la pereza a la gente?"
Ante esa salida inesperada, los chicos abren espantados los ojos, porque siguen sin comprender de qué se trata. De pronto, entienden, y entonces se ríen, se carcajean, se desgañitan, se revuelcan en el suelo sin dejar de reír. El segador perezoso ha enrojecido. Pero ríe también, a pesar suyo. O simula reírse.
A veces, el segador golpea sobre la tierra con la punta de su hoz rebelde y maldice, maldice el calor insoportable del sol, entra en el campo de maíz, arranca las hojas verdes del maizal para rodearse la cintura o envolverse la cabeza, pero allí donde hay muchos niños, el padre, que debe cerrar el bache y ata las gavillas, usa también palabras punzantes e irónicas: "Atención, oye tú, cuidado... no me escuchan... cuidado, el terreno te corre..." o bien con falsa bonhomía y falsa compasión: "Reposa un poco tú..."
Otras veces el hombre, quitándose el sombrero, saluda simulando cortesía al que mira hacia tras, y luego sigue atando sus gavillas. En ciertos casos el segador hace el trabajo con más alivio, pero cuando todos están comiendo, el aludido traga con más dificultad, los bocados se le quedan en la garganta, porque sabe que sus hermanos se burlarán de él. "No se por qué, pero toda la mañana he pensado en Badea Modan", empieza diciendo el padre con aire misterioso.
Los chicos, interesados por la voz inquieta, escuchan con gravedad. "Badea Modan, dice el hombre, debía estar colocado en medio de la llanura del Baragan, sonando la corneta antes de la siega, para llamar a la gente a la alcaldía.
Personalmente le di ese consejo: Oye, Modan, el diablo debiera llevarse al que no dice las cosas tal como son. Tú debías reunir a la gente en la alcaldía unos días antes de la siega..." "No, me dijo, los que tengan necesidad de alguna cosa me vendrán a buscar a mi casa". "Pero es que las gentes a veces no saben ¡Modan! ¿Cómo quieres tú que sepan que no hay nadie como tú en todas las aldeas de los alrededores? Él me respondió: "Los que tengan necesidad de mí lo sabrán..." Yo reflexionaba en eso ayer, y me decía: "Habrá que mandarlo o no mandarlo... si yo lo envío , tendré que darle a Modan un harnero lleno de harina de maíz. Porque, naturalmente, no hace las cosas por sus lindos ojos, Modan. Pero, por otra parte, uno se dice ¿qué vale un harnero lleno de harina de maíz? ¿Valdrá la pena de darle a Modan un harnero de harina de maíz por una ayuda de él?"
"¿Pero por qué papá?", pregunta uno de los muchachos, que no entendía nada de estas alusiones. ¿"Cómo por qué?", grita el hombre fingiendo encolerizarse porque el chico no comprende de qué se trata.
"¿Cómo por qué?, no les he dicho, acaso, no les he dicho que me preguntaba todo el tiempo si sería bueno o no enviar al más perezoso a casa de Modan..."
"Pero ¿para hacer qué, papá?" Al oír esta pregunta el hombre se enoja más y hace una bolita con la mamaliga entre los dedos y la arroja con gesto indiferente.
Después, en el colmo del estupor, sigue diciendo: "¿Cómo, ustedes no saben que Modan tiene la habilidad de operar la pereza? ¿No saben que en su casa tiene instrumentos que le permiten arrancarle la pereza a la gente?"
Ante esa salida inesperada, los chicos abren espantados los ojos, porque siguen sin comprender de qué se trata. De pronto, entienden, y entonces se ríen, se carcajean, se desgañitan, se revuelcan en el suelo sin dejar de reír. El segador perezoso ha enrojecido. Pero ríe también, a pesar suyo. O simula reírse.
Todo esto le pasa a gente que tiene mucho
que cosechar, a los que tienen sementeras de más de
tres harpantes. La mayoría de los campesinos desearía que la cosecha sobre su pedazo de tierra no tuviera fin, por eso
trabajan lenta y cuidadosamente. Cortan los tallos lo más bajo posible, recogen cada espiga. Detrás de ellos, el rastrojo queda como un cepillo usado. Por haberse
detenido mucho tiempo en la cosecha, la mayoría
adquiere la reputación de haraganes. Los hombres que poseían
lotes enteros, como los Morometzi y Dumitru Nae, se mofan de ellos, haciéndoles preguntas insidiosas como ésta:
"Dime, ¿a ti te falta mucho tiempo para terminar tu cosecha?"
Los lotes de los Morometzi tenían a sus costados vecinos de ese tipo y los otros dos límites se ubicaban entre el dominio de Marica y el terreno de la
iglesia.
Moromete recorría lentamente el rastrojo en todos sentidos y pasaba a menudo por los lotes de sus vecinos. Se detenía a atar los haces, se llevaba la mano a la frente y se quedaba así más de un minuto. Después llamaba a su vecino con un grito fuerte y prolongado, como si aquél se encontrara a kilómetros de allí: "Ola, Voicu..."
Voicu Radoy no respondía. Se miraba moverse su espalda entre las raíces del trigo. Después de un tiempo se incorporaba, miraba a su vecino, y preguntaba con la mayor naturalidad y en voz baja, como si Moromete estuviera a su lado: "¿Qué me quieres?..."
Moromete preguntaba entonces con un grito más estridente que el primero: "¿Cuánto te falta para terminar la cosecha?"
Voicu Radoy se inclinaba de nuevo hacia la raíz de las espigas sin responder. Entonces Moromete atravesaba el rastrojo y se dirigía hacia él. El tiempo que ponía en llegar hasta allí hubiera sido bastante para echar un sueñito, a pesar de que del vecino sólo lo separaban unos cincuenta metros.
Moromete daba un paso, se detenía, arrancaba una espiga que había escapado al cuidado de sus hijos. La sostenía en su mano, la observaba, hacía mil cálculos e hipótesis sobre esta espiga. ¿Quién había cosechado por aquí? Ah, sí, fue Nila. Nila, cuando una cigüeña pase por este lugar, dile que te ayude a recoger las espigas. Nila, con las mejillas encendidas, se volvía hacia su padre. Lo miraba mientras se enjugaba el sudor de la frente y no contestaba. Volvía después a inclinarse y se apresuraba en su labor, para no quedarse atrás de los otros.
Moromete, con la espiga del trigo en la mano, se volvía hacia un lado y otro, contemplaba un haz, hundía la espiga en los manojos y seguía adelante con paso acompasado, cuidando que no lo picaran las espinas de los rastrojos. Su pie desnudo tanteaba antes de posarse, buscando un lugar para sus dedos, y recién entonces daba el paso.
Después de un rato se detenía. Hacía calor. El aire quemaba. Los rayos del sol dardeaban sobre las cabezas con la fuerza de una hoguera gigantesca que estuviera ardiendo muy cerca, a sólo algunos metros por encima de la cabeza de los segadores.
Moromete miraba a los lejos, atajándose la luz con una mano sobre los ojos, mientras pensaba: "¡Ay, viejo, esto quema!... se cocina uno aquí... se revienta..."
Luego, levantando la voz: "Voicu, ¿qué haremos con este sol?... quema tanto que podríamos encender un cigarrillo. Su vecino no levantó la cabeza ni respondió.
Moromete se le acercaba paso a paso con un avance lento, pero seguro. De tanto en tanto se paraba, deshacía entre sus dedos un terrón de tierra y lo miraba con aire pensativo. En el sitio de donde levantó el terrón la tierra era negra y grasosa. Un gusano se retorcía tratando de desaparecer en el agujero. Con la uña de su dedo nudoso Moromete lo aplastó, murmurando: "Suciedad, querías quedarte en el fresco, ¿verdad? Después de la cosecha habrá que hacer una buena labranza por aquí."
Prosiguió su camino, entrando en un campo de maíz, pero de pronto recordó algo y se dijo a sí mismo, con tono de desagrado: "Voy a tener que volverme, olvidé algo..."
Regresó hasta el carro para buscar tabaco. Su vecino no tenía. Y vaciló un rato en decidirse si debía tomar también una dosis para aquél. Finalmente la tomó y se puso en marcha.
Iba muy paso a paso, cuando, de pronto, se detuvo bruscamente, inmovilizado por una voz aguda e implacable.
Una de sus hijas interrumpió el trabajo y lo interpelaba. "Vamos, papá, ata estas espigas, pronto será de noche... qué haces paseándote todo el tiempo, dando vueltas como un huevo en un caldero..."
Moromete contestó de mal humor, con falsa cólera. "¿Por qué gritas así? Me asustaste. ¿No voy a poder fumar un cigarrillo acaso?"
"Al diablo con tus cigarrillos, las espigas se secan y tú te la pasas rondando a saber qué..." Pero Moromete no la escuchaba y seguía su expedición hacia el terreno del vecino.
Moromete recorría lentamente el rastrojo en todos sentidos y pasaba a menudo por los lotes de sus vecinos. Se detenía a atar los haces, se llevaba la mano a la frente y se quedaba así más de un minuto. Después llamaba a su vecino con un grito fuerte y prolongado, como si aquél se encontrara a kilómetros de allí: "Ola, Voicu..."
Voicu Radoy no respondía. Se miraba moverse su espalda entre las raíces del trigo. Después de un tiempo se incorporaba, miraba a su vecino, y preguntaba con la mayor naturalidad y en voz baja, como si Moromete estuviera a su lado: "¿Qué me quieres?..."
Moromete preguntaba entonces con un grito más estridente que el primero: "¿Cuánto te falta para terminar la cosecha?"
Voicu Radoy se inclinaba de nuevo hacia la raíz de las espigas sin responder. Entonces Moromete atravesaba el rastrojo y se dirigía hacia él. El tiempo que ponía en llegar hasta allí hubiera sido bastante para echar un sueñito, a pesar de que del vecino sólo lo separaban unos cincuenta metros.
Moromete daba un paso, se detenía, arrancaba una espiga que había escapado al cuidado de sus hijos. La sostenía en su mano, la observaba, hacía mil cálculos e hipótesis sobre esta espiga. ¿Quién había cosechado por aquí? Ah, sí, fue Nila. Nila, cuando una cigüeña pase por este lugar, dile que te ayude a recoger las espigas. Nila, con las mejillas encendidas, se volvía hacia su padre. Lo miraba mientras se enjugaba el sudor de la frente y no contestaba. Volvía después a inclinarse y se apresuraba en su labor, para no quedarse atrás de los otros.
Moromete, con la espiga del trigo en la mano, se volvía hacia un lado y otro, contemplaba un haz, hundía la espiga en los manojos y seguía adelante con paso acompasado, cuidando que no lo picaran las espinas de los rastrojos. Su pie desnudo tanteaba antes de posarse, buscando un lugar para sus dedos, y recién entonces daba el paso.
Después de un rato se detenía. Hacía calor. El aire quemaba. Los rayos del sol dardeaban sobre las cabezas con la fuerza de una hoguera gigantesca que estuviera ardiendo muy cerca, a sólo algunos metros por encima de la cabeza de los segadores.
Moromete miraba a los lejos, atajándose la luz con una mano sobre los ojos, mientras pensaba: "¡Ay, viejo, esto quema!... se cocina uno aquí... se revienta..."
Luego, levantando la voz: "Voicu, ¿qué haremos con este sol?... quema tanto que podríamos encender un cigarrillo. Su vecino no levantó la cabeza ni respondió.
Moromete se le acercaba paso a paso con un avance lento, pero seguro. De tanto en tanto se paraba, deshacía entre sus dedos un terrón de tierra y lo miraba con aire pensativo. En el sitio de donde levantó el terrón la tierra era negra y grasosa. Un gusano se retorcía tratando de desaparecer en el agujero. Con la uña de su dedo nudoso Moromete lo aplastó, murmurando: "Suciedad, querías quedarte en el fresco, ¿verdad? Después de la cosecha habrá que hacer una buena labranza por aquí."
Prosiguió su camino, entrando en un campo de maíz, pero de pronto recordó algo y se dijo a sí mismo, con tono de desagrado: "Voy a tener que volverme, olvidé algo..."
Regresó hasta el carro para buscar tabaco. Su vecino no tenía. Y vaciló un rato en decidirse si debía tomar también una dosis para aquél. Finalmente la tomó y se puso en marcha.
Iba muy paso a paso, cuando, de pronto, se detuvo bruscamente, inmovilizado por una voz aguda e implacable.
Una de sus hijas interrumpió el trabajo y lo interpelaba. "Vamos, papá, ata estas espigas, pronto será de noche... qué haces paseándote todo el tiempo, dando vueltas como un huevo en un caldero..."
Moromete contestó de mal humor, con falsa cólera. "¿Por qué gritas así? Me asustaste. ¿No voy a poder fumar un cigarrillo acaso?"
"Al diablo con tus cigarrillos, las espigas se secan y tú te la pasas rondando a saber qué..." Pero Moromete no la escuchaba y seguía su expedición hacia el terreno del vecino.
Aquel año,
durante la cosecha, Moromete no tuvo ninguna razón
para no ser como era siempre, es decir un hombre que trabaja sin angustia,
olvidándose de todo y perdiéndose en interminables
contemplaciones en los rastrojos.
Lejos estaba de sospechar que Paraschiv pensaba que esta sería la última cosecha que iba a realizar, y menos aún que Paraschiv proyectaba aliviar el hogar paterno no solamente de los terneros y los caballos, sino de una parte de la cosecha.
Por el contrario, Moromete constataba que sus cálculos se cumplían más allá de sus mismas esperanzas y que su apreciación de la mañana había sido justa, cuando al despertarse previo una cosecha particularmente abundante. ¿Por qué podía tener temor?
Lejos estaba de sospechar que Paraschiv pensaba que esta sería la última cosecha que iba a realizar, y menos aún que Paraschiv proyectaba aliviar el hogar paterno no solamente de los terneros y los caballos, sino de una parte de la cosecha.
Por el contrario, Moromete constataba que sus cálculos se cumplían más allá de sus mismas esperanzas y que su apreciación de la mañana había sido justa, cuando al despertarse previo una cosecha particularmente abundante. ¿Por qué podía tener temor?
No comprendía, es
cierto, la razón por la cual Paraschiv, en lugar de regocijarse al ver que el
trigo no había sido nunca tan bello desde que tuviera memoria, se mostraba
desganado y cosechaba como si llevara el peso de un yugo sobre la nuca. De
hecho, puesto que la cosecha era tan buena, al llegar el otoño debía casarse como todo joven de su edad, pero tal vez no encontraba
una muchacha que le conviniera, es decir que poseyera bastante tierra. Tal vez
era esa la causa de su mal humor. Por lo menos, así lo
suponía Moromete.
Nicolaie, en cambio, sin aparente razón desbordaba de alegría. Las muchachas también se habían resignado a que se llevaran
los carneros, y la madre no cesaba de alabar a Dios por el maná celeste que comía, como ella llamaba al trigo que
el cielo le había deparado.
Como siempre Moromete se las arregló más o menos al atar las espigas, y cuando al cabo de varias horas el
sol estuvo en lo alto y pegaba más fuerte sobre la nuca del
hombre, éste plantó tranquilamente su hoz en una
mata de trigo y determinó descansar, diciéndose con una voz que parecía una
amenaza: "Ya me voy de aquí", y tranquilamente se
dirigió hacia el carro donde estaba su tricota y su tabaco. Y en seguida
enfiló hacia el campo del vecino.
Sus hijos lo vieron primero irse hacia un lado, pero después constataron que estaba del lado opuesto, y cuando todos se dispusieron a comer, habla desaparecido, y no se supo hacia dónde.
Tuvieron que llamarlo a voces varias veces. Nicolaie se subió sobre la caja del carro y gritó con todas sus fuerzas: "¡Papá!..." "¿Qué quieres?", respondió de pronto Moromete.
Sus hijos lo vieron primero irse hacia un lado, pero después constataron que estaba del lado opuesto, y cuando todos se dispusieron a comer, habla desaparecido, y no se supo hacia dónde.
Tuvieron que llamarlo a voces varias veces. Nicolaie se subió sobre la caja del carro y gritó con todas sus fuerzas: "¡Papá!..." "¿Qué quieres?", respondió de pronto Moromete.
Estaba allí, muy
cerca, con su vecino, sentado en el suelo, y las espigas lo ocultaban.
Las muchachas bajaron la comida del carro y
tendieron un toldo de junco para dar sombra. La madre encendió el fuego e hizo calentar una gran marmita llena de habichuelas
hervidas. A la claridad del día, el fuego de las pajas
crepitaba, y sus llamas eran unas amarillas, otras blancas, como el aire vivo
de la mañana. Las mujeres se equivocaban y se quemaban las manos en las llamaradas
invisibles.
Esperando la comida, Paraschiv y Nila se tumbaron boca abajo a la sombra del carro. La cara de Nila se miraba más grande y congestionada por el calor. Daba la sensación de enfermo, como si tuviera fiebre y sufriera en silencio sus pensamientos confusos.
Esperando la comida, Paraschiv y Nila se tumbaron boca abajo a la sombra del carro. La cara de Nila se miraba más grande y congestionada por el calor. Daba la sensación de enfermo, como si tuviera fiebre y sufriera en silencio sus pensamientos confusos.
"No hay nada que hacer, dijo Moromete,
acercándose al carro. Voicu dice que esto no es nada todavía, que hay que esperar a mediodía, cuando el sol esté sobre nuestra cabeza. Nos va a derretir..."
En lo alto del carro Nicolaie balaba como un
cordero:
"Bájate,
te has trepado allí para que las gentes te vean", le dijo su hermana mayor...
"Déjalo
tranquilo, ha trabajado mucho...", lo defendió su
padre, sentándose a la sombra del toldo. "En la escuela se porta muy
bien, hasta ha obtenido un primer premio, y aquí no
lo hace tan mal", añadió,
alabándolo, Moromete.
"Pero, papá,
lloriqueó Nicolaie, no comprendiendo que se trataba de alabarlo, me porté muy bien en la escuela, y aquí he
cosechado bien. Ilinca puede decirlo..."
"Ya lo creo, los has aprendido bien y
sostienes tu hoz como una cigüeña."
"A comer...", dijo la madre
colocando la fuente de habichuelas a la sombra del toldo.
Moromete miró la cacerola. No le habían
dicho que las habichuelas habían sido retiradas del fuego hace un instante. Una
película se formó sobre su superficie como si estuvieran enfriándose.
Paraschiv y Nila salieron de bajo el carro y se acercaron a la olla. Moromete tomó un pedazo de mamaliga, lo hundió en el plato de habichuelas y distraídamente se lo llevó a la boca. En el mismo instante todo su cuerpo se puso rígido, con la cara muy roja y las lágrimas le saltaron por sus ojos, pero en lugar de beber un sorbo de agua para aplacar su quemadura, se contuvo y se volvió a sus hijas.
Paraschiv y Nila salieron de bajo el carro y se acercaron a la olla. Moromete tomó un pedazo de mamaliga, lo hundió en el plato de habichuelas y distraídamente se lo llevó a la boca. En el mismo instante todo su cuerpo se puso rígido, con la cara muy roja y las lágrimas le saltaron por sus ojos, pero en lugar de beber un sorbo de agua para aplacar su quemadura, se contuvo y se volvió a sus hijas.
"¿Por
qué no han calentado estas habichuelas?", dijo con aire distraído y expresión impenetrable. No habló en voz muy alta, así que la madre que sacaba unas
cebollas del cajón del carro no lo oyó, y no pudo por lo tanto
contestarle que acababa de retirar la cacerola del fuego.
"Ves, mamá, ¿qué estás haciendo
allí?", preguntó Tita. "Y tú Nicolaie déjate de echarte sobre mi
espalda... quédate tranquilo, lástima que no puedes estar bumben..."
"¿Qué quiere decir bumben?",
dijo Moromete sorprendido.
"Quería
decir que Nicolaie estaría mejor si estuviera enfermo,
enrollado como una bola, con el pandero al aire."
Paraschiv parecía
estar solo.
Sin esperar a que todos estuvieran
sentados, tomó como su padre un pedazo de mamaliga y se sirvió
copiosamente las habichuelas. En el mismo instante Moromete fijó los ojos en él
con atención. Paraschiv, voraz y aturdido, tragó de un solo golpe un gran
bocado, y de inmediato un estupor indecible se pintó en su cara y lanzó un
alarido de dolor.
"Toma Paraschiv, bebe un poco de
agua", dijo Moromete extendiéndole el barrilito. "¿Te has quemado...?"
"Figúrate,
yo creí que estaba frío", dijo él, ingenuamente.
Con ojos brillantes Nicolaie miraba a su
padre y a Paraschiv. La madre no comprendía
nada de lo que estaba pasando.
"¿Qué es lo que tú creías
que estaba frío?"
"Esas habichuelas...", dijo
Moromete.
"Acabo de retirarlas del
fuego...", gritó la madre.
Las muchachas se ahogaban de risa y
Nicolaie entendió
por fin, echándose
a reír delirante de gozo y mostrando a Paraschiv con el dedo. Éste, gesticulando, bebiendo agua, volvió de
pronto el barrilito y lanzó a Nicolaie una bofetada con toda
la mano, pero éste no sintió el dolor, porque la cólera de su hermano le hacía
gracia. Aun Nila se retorcía de risa.
"Sólo
tienes tonterías en la cabeza...", dijo la madre, con aire enojado, sin
mirar a su marido. "No te podías callar... No sólo no has trabajado nada hoy, sino, además, no
es serio lo que haces."
"Pero ¿qué es lo que he dicho?", exclamó
Moromete con aire inocente, desencadenando de nuevo las risas que se habían calmado. "Yo vi las habichuelas y cuando las vi, vi que no
humeaban y creí que estaban frías. Por eso pregunté por qué no las habían calentado... ¿Cómo podía saber que estaban hirvientes?..."
Tita, que apenas había retomado su aire
serio, tragó un bocado de mamaliga y estalló de nuevo en risas,
ahogándose, con la cara roja. Su madre le dio un pescozón, al tiempo de
decirle: "¿No tienes vergüenza...?"
Todos callaron y continuaron comiendo en
silencio.
"Voicu Radoy, dijo de pronto Moromete,
viene a cosechar por la mañana, no muy temprano, porque en la mañana es
agradable dormir y no es agradable madrugar, y además hay tiempo durante el
resto del día. Cuando detiene su carro y desciende, contempla largamente su
terreno y dice: ¡Buenos días, tierrita!, y la tierra responde: ¡Gracias
por tu deseo, Voicu! Después de haberla mirado largamente, Voicu pregunta: ¿Me
empezaré a ocupar de ti, tierrita?...
"¿Y la
tierra qué le contesta, papá?", preguntó Hinca, viendo que su padre no se apresuraba a dar la respuesta...
"Qué querías que le conteste... no iba
a discutir con Voicu, ¿verdad? Simplemente le dijo: Me puedes dejar
como estoy y regresar a tu casa."
Moromete no era del todo justo al hablar así. A su vecino le gustaba trabajar, pero le apenaba la idea de que
ventas sucesivas habían disminuido su lote. Cada vez que, al bajar de su carro, miraba
lo que le restaba de tierra, se quedaba pensativo, sin decidirse a empezar la
faena.
"Hace unos quince años hubo una gran
hambruna, lo recuerdo como si fuera ayer. Voicu llegaba con su carro y en su
carro su mujer, siguió contando Moromete, después de un silencio. Era entonces
un hombre vigoroso y no jorobado como está ahora... ¡Ah, pobre viejo!, añadió
Moromete, recordándolo. Tiempo de perros aquella época. El sol subía en el
horizonte, pero aunque fuera mediodía, no teníamos nada que comer. Comíamos una
vez por día y aún... Escucha, me decía mi mujer, la madre de ustedes, dos o
tres días después de la cosecha, comamos algo, ya no puedo más. Yo comería, le
respondí, pero qué haremos después, de aquí a la noche. Voicu también
contemplaba el cielo, pero no fue sino mucho más tarde cuando supimos que ni él
ni su mujer no tenían nada que comer. Un día, en el momento de sentarnos a
comer, yo le dije: "Ven a comer con nosotros, Voicu".
Le dije, sin darme cuenta, por decir algo, y Voicu debió responderme como se hace en esos casos: "No, gracias, yo ya he comido."
Pero, en vez de eso callaba. "Oye, dije yo espantado a la madre de ustedes, ¿crees que Voicu tendrá la intención de comer con nosotros y por eso se calla?, y ella me respondió: "No te preocupes, él no vendrá, sabe bien que cuando uno quiere invitar a alguien a comer insiste por lo menos tres veces. "No repetí mi invitación, pero eso no cambió las cosas, aunque lo había invitado una sola vez, Voicu plantó su hoz y me respondió al cabo de un momento: "Aceptaría comer un bocado con ustedes."
Cuando lo oí me corrió frío por la espalda. Era una mala pasada. Creíamos que tendría con qué comer y que vendría solamente a juntar su comida con la nuestra, para que así le alcanzara hasta la noche. La verdad es que nosotros teníamos en todo y por todo un poco de mamaliga, no más grande que la mitad de un puño. Todavía ahora Voicu se ríe cuando se acuerda.
Le dije, sin darme cuenta, por decir algo, y Voicu debió responderme como se hace en esos casos: "No, gracias, yo ya he comido."
Pero, en vez de eso callaba. "Oye, dije yo espantado a la madre de ustedes, ¿crees que Voicu tendrá la intención de comer con nosotros y por eso se calla?, y ella me respondió: "No te preocupes, él no vendrá, sabe bien que cuando uno quiere invitar a alguien a comer insiste por lo menos tres veces. "No repetí mi invitación, pero eso no cambió las cosas, aunque lo había invitado una sola vez, Voicu plantó su hoz y me respondió al cabo de un momento: "Aceptaría comer un bocado con ustedes."
Cuando lo oí me corrió frío por la espalda. Era una mala pasada. Creíamos que tendría con qué comer y que vendría solamente a juntar su comida con la nuestra, para que así le alcanzara hasta la noche. La verdad es que nosotros teníamos en todo y por todo un poco de mamaliga, no más grande que la mitad de un puño. Todavía ahora Voicu se ríe cuando se acuerda.
"No creo que le dé mucha gana de reír recordando eso, porque la
verdad es que aquel año tuvo que vender tres harpantes
de tierra y nosotros mismos nos vimos obligados a vender un harpante."
Como se hablaba de ese harpante que se había vendido para que no murieran de hambre Paraschiv, Nila y Achim
las muchachas recordaron que su padre les prometió
poner a su nombre y al de su madre la casa paterna y la huerta, pero hasta ese
día no había cumplido su promesa.
"No vamos a recordar ahora historias
que no vienen al caso, ni de bueyes volando, dijo la mayor con una voz
intencionada y lanzando una mirada rencorosa a Paraschiv.
"Puesto que tenemos vacas, por qué no hablar de bueyes", contestó
bromeando Paraschiv, con un relámpago de satisfacción en la mirada al pronunciar la palabra vaca.
Altanera, la muchacha no contestó nada, pero se alejó del carro a descansar un poco más lejos, bajo una enramada. Castigaba así a su
madre obligándola a levantar sola los restos de la comida, pero la madre lo
hizo con la mayor naturalidad, mientras los otros se acostaban cada uno por su lado.
Sólo Nicolaie no se sentía fatigado, y cuando su madre
cerró el cofre del carro y buscó
también un lugar en la sombra para descansar, él la
siguió. Nicolaie había recibido una reprimenda por la
culpa de Bisisica, y ahora le caía otra en la espalda. Intimidado,
no se atrevió a hablar. No sabía cómo
llamar la atención de su madre. Rehusaba ella escucharlo, y menos aún comprenderlo.
"Mamá, mamá...", insistía, caminando detrás de ella, y cuando a su vez la madre se tendió en la tierra para reposar a la sombra de una enramada, él se sentó junto a ella y de nuevo insistió suavemente.
Un gran silencio se extendía sobre el campo. Todo parecía
aplastado por el calor, inmóvil. Acurrucado cerca de su
madre, Nicolaie murmuró con una voz a la que la voluntad
y el temor a la vez daban tanta pureza, que ella no pudo resistirse a abrir los
ojos:
"¿Qué quieres, hijito?...", le preguntó,
rota de fatiga. "¿Por qué me
llamas, y por qué no reposas un poco tú también?..."
Nicolaie volvió
hacia ella sus ojos despabilados, llenos de esperanza y de inquietud...
"¿Le
has hablado a papá?", preguntó a su madre con una voz tímida y como angustiado por el temor de que no hubiera escuchado su
ruego.
"Sí, le
hablé, Nicolaie, ya le hablé, pero déjame tranquila ahora. Vete un poco más lejos...",
le suplicó sabiendo que no hallaría cómo
resistir al ruego de este hijo. "Vete un poco más
lejos, déjame descansar..."
Nicolaie no se alejó, y ella no pudo reposar. El muchacho se mantenía a su lado, acurrucado, con el cuerpo de costado y la cabeza
inclinada hacia el rastrojo.
"Me voy a ir, te prometo que me voy a
ir, pero ruega a papá que me lo permita", volvió él a insistir, rascando con los dedos la tierra recalentada.
"Dile, mamá, que yo he sido el primero de la clase, a pesar de que no voy todos
los días a la escuela y si papá
acepta, no le costará
nada. Estudiaré
mucho, ya verás. Obtendré una beca, y además, mamá, ¿qué haré yo todo el invierno en la casa? Cuando vuelva para las vacaciones
cosecharé con ustedes. Sólo estaré ausente primavera y otoño, y
aun en otoño, durante las labranzas, yo no hago gran cosa, y en la primavera,
en la época del vinaje, el año escolar está ya casi terminado. Y cuando haya que empezar a cavar, yo ya estaré aquí de vuelta, sin que cueste nada, mamá, en
ocho años..."
Nicolaie no miraba ya el rastrojo, sino
miraba a su madre, repitiéndole en voz baja, con pasión devoradora:
"Mamá, en
ocho años yo también sería
maestro de escuela, y entonces..."
"¿Qué es lo que estás contando, Nicolaie?", gritó de pronto la hermana mayor, y el chico se quedó sobresaltado ante esa voz cortante e implacable.
"Espera un poco que ahora mismo yo voy
a hacerte pope, y así no necesitas ser maestro...", dijo Hinca, que estaba cerca.
Las dos hermanas habían oído toda la conversación, pero Nicolaie no se sublevó como otras veces. Ellas eran malas y tenían mucha influencia. El chico comprendió que
le sería imposible conseguir nada sin su anuencia.
"No me retes así, Hinca", le suplicó, y
la muchacha se extrañó de que el chico hosco en otros tiempos, se hubiera suavizado
tanto. Entonces lo miró con altanería, pero con cierta benevolencia.
"¿Un
tonto como tú pretende ser maestro?"
"¡Cállate, Hinca? ¿Por qué lo
tratas de tonto?", dijo la madre con enojo.
"¿Acaso
no he sido el primero de la clase?", insistió Nicolaie.
"¿Y eso
qué prueba...?"
"Oigan ustedes, ¿se reposa o no?", gritó
Moromete, que estaba acostado cerca del carro.
Nicolaie tenía un
aire tan triste, que daba pena verlo.
Cuando recomenzó el
trabajo, Moromete, intrigado, preguntó en
voz baja a la madre qué le había
dicho el chico. Él no había olvidado la historia del primer
premio, y el acceso de fiebre. La emoción que
se había apoderado de él en aquellos días dejó en su corazón una huella profunda. Había en todo eso algo incomprensible. No podía escapar a un sentimiento de culpabilidad, que se insinuaba cada
vez que veía los grandes ojos ardientes y la cara morena y pálida del muchacho. Se sentía
Moromete tanto más fastidiado, cuanto que él hacía lo que creía mejor. Evitaba hacerlo trabajar
demasiado, y el chico estaba siempre bien alimentado. Entonces a qué se podrían atribuir esas fiebres que lo
atormentaban. La madre le dijo cuál era la idea del muchacho y
Moromete se echó a reír.
"¿Es
cierto, Nicolaie, que por eso estás triste? Tranquilízate. Haremos de ti un maestro y aun un pope, si tú quieres..."
"Pero...", dijo Nicolaie con un
mohín, casi a punto de llorar.
"Puedes creerme, es mejor ser pope, le
dijo su padre consolándolo. Comerás siempre el pastel de los
muertos y las mujeres te llenarán los bolsillos de dinero para
que digas misas..."
Las muchachas se echaron a reír y dijeron al chico que pusiera un toldo sobre las espigas.
Paraschiv dijo bromeando:
"Nicolaie, si eres capaz de volverte
maestro, responde a esta pregunta: ¿Qué
cubre al gato?... si lo sabes, podrás ser maestro", dijo
Paraschiv.
"Dejen tranquilo a ese chico...",
intervino el padre, pero no cesaron de molestarlo, se burlaban de él, y cuando Nicolaie, sentado en tierra, ocultó su cara entre sus brazos cruzados, las muchachas volvieron a
gritarle porque no había extendido los toldos. Pero él no se movió. Los otros todos quedaron
estupefactos al oír, al escuchar un sollozo desgarrador e inesperado. Su confianza
burlada, su deseo pisoteado atormentaban al chico, el cual, con sus desesperados
sollozos, acusaba a los demás. Entonces todos se enojaron
contra él y le ordenaron que se levantara. La madre protestó e hizo callar a las hijas. El padre, acercándose a Nicolaie, lo tomó por
el brazo. El chico quiso desprenderse de su mano, pero su padre lo levantó en vilo, como se alza un ave por el ala. Lo obligó a mantenerse de pie. Al mismo tiempo le explicaba que era malo
eso de llorar como un tonto que no sabe de bromas.
"Déjame",
dijo el muchacho arrancándose furiosamente de la mano de
su padre, y se dirigió a través del
rastrojo en dirección al camino.
"Con que es así...", dijo Moromete y ordenó a
una de las muchachas que lo alcanzara y le diera unos buenos golpes.
Hinca partió
decidida a traerlo de las orejas, pero cuando iba a tomarlo, Nicolaie le dio
cerca de los ojos un golpe que la hizo chillar.
"Que los perros te coman el corazón"..., le gritó Nicolaie, tirándole de los cabellos.
"¿Pero
qué le pasa a ese muchacho?", se asombró el padre, tratando de dominar su cólera.
"Déjalo tranquilo, Hinca. Vuelve tú y
que él se vaya..."
Lo dejaron tranquilo, pero Nicolaie no se
dio por vencido; a una cierta distancia se sentó en
el suelo con la cabeza entre las rodillas. Las horas pasaban, sin que cambiara
de lugar. A mediodía, cuando todos se reunieron para el almuerzo, Nicolaie no se
levantó, ni vino a comer con los demás.
Esta vez Moromete se enojó de veras. Fue hacia donde estaba el muchacho y le preguntó:
"En realidad, Nicolaie, ¿qué es lo que quieres?... ¿Quieres ir a la escuela?... ¿pero pretendes irte ahora mismo, hoy?... ¿no te habrás vuelto loco?, ¿No?..., y se santiguó diciendo: "Vienes en el
carro con todos por la mañana, te pones a cosechar como un
buen chico, aprendes a manejar la hoz, y de pronto la idea de ir a la escuela
te asalta, de irte inmediatamente, ¿ahora quieres ir...?"
"Te dije antes de ayer lo que me había dicho el señor Teodoresco de la beca, y no me
has contestado nada..."
"Si fueras un muchacho sensato, yo te
querría más, respondió el padre. Un chico inteligente
dice una vez lo que tiene que decir, pero no lo está
repitiendo todo el tiempo. Ya me lo has dicho una vez y basta..."
Era casi una promesa. En todo caso su padre
le había dejado comprender que en la familia no sólo era Paraschiv, Nila y Achim, el banco y la propiedad los que
ocupaban el pensamiento de su padre, ahora se preocuparía también por Nicolaie.
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